La Vanguardia

Volver a gritar

- Xavier Aldekoa

Olga era sudafrican­a de raíces polacas, tenía dos gatos y cuarenta años de amargura. El día que la conocí me engañó dos veces en cinco minutos y yo me lo tomé tan mal que me quedé a vivir con ella dos años: con una mano me alquiló la casa del jardinero, un edificio diminuto adosado a la casa principal, y con la otra me vendió un Ford Fiesta viejo con los sillones forrados con piel de vaca blanca y negra. Acepté porque venía de la guerra de Vietnam. Después de dos semanas en Johannesbu­rgo, donde había aterrizado con tantos temblores como deudas, buscaba desesperad­amente un lugar donde instalarme y abandonar para siempre un hostal de mochileros donde escribía crónicas de pie porque con la silla debía mantener las cucarachas a distancia. Era invierno en Sudáfrica y hacía tanto frío en aquel antro que Bibi, la recepcioni­sta, una chica zulú que debía cobrar telarañas, encendía los fogones eléctricos de la cocina a modo de estufa y nos arremoliná­bamos todos delante para entrar en calor.

Olga debió de apiadarse de mi necesidad de huida, porque después de colocarme su cafetera con ruedas y asientos de vaca, me regaló un colchón de muelles rotos y un televisor viejo que ocupaba media habitación. Le sirvió de advertenci­a:

– Me levanto temprano por la mañana y mi habitación está cerca de la tuya.

Su invitación al gulag si hacía ruido tenía un problema: el Barça de Pep. En aquella época, el equipo blaugrana bailaba sobre la hierba y se convirtió en una cita ineludible. ¡Cómo jugaban! Como a menudo los partidos eran tarde y la alternativ­a era un bar con los camareros pidiendo la hora, a veces me quedaba en casa a ver el Pep Team por el canal satélite que le birlaba con justicia poética a la polaca sudafrican­a. Había

Que los estadios se vacíen si los salones se llenan de complicida­d; si es así, que vuelva el fútbol

un peaje: debía verlos con el volumen bajo y ahogando mis gritos con una almohada cuando Messi marcaba en el descuento.

En una semana dicen que vuelve la liga a medias, sin público y con el virus coartando las pasiones. Dicen los que saben que no será lo mismo, que el espectácul­o sin gritos pierde fuelle y las celebracio­nes sin abrazos son desangelad­as. Yo, que recuerdo aquellos partidos mudos en Sudáfrica y los partidos de pasión amortiguad­a por un cojín, creo que todo eso no importa tanto. El confeti y la algarabía suman, pero a la hora de la verdad da lo mismo si el estadio no ruge o la grada no estalla. Cuando lleguen los partidos decisivos, el vacío realmente importante no estará en la pantalla sino en el salón. Porque, en realidad, el fútbol es la cerveza derramada por un amigo con el gol in extremis de la victoria, es la mirada cómplice con tu padre después del abrazo feliz o la risa de tu hija mientras lo celebráis rodando por el sofá. Que los estadios se vacíen si los salones se llenan de complicida­d. Si es así, que vuelva el fútbol.

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