Jesse Owens
En el hogar de Adolf Hitler, arrollando a la raza aria
En 1936, la sombra del nazismo sobrevuela Europa.
Es la primavera de la raza aria. Joseph Goebbels, ministro alemán de Propaganda, se frota las manos. Los Juegos de Berlín’36 deben ser su escaparate, el trampolín hacia la supremacía.
Adolf Hitler estremece a los estadounidenses, siempre contradictorios. Estados Unidos pretende liderar el mundo, proyectar el bien, sin haber arreglado las cosas en casa. Los negros estadounidenses no pueden sentarse junto a los blancos. Ni en los autobuses, ni en las oficinas, ni en los restaurantes.
El Comité Olímpico Estadounidense se deja llevar por la hipocresía. Abre debates. Se plantea la posibilidad de boicotear los Juegos. También recela. Washington se pregunta: –Si vamos, ¿deberíamos llevar a nuestros atletas negros? Gana el sí.
Estados Unidos irá a Berlín. Y se llevará a sus mejores deportistas. Entre ellos se encuentra Jesse Owens.
Un año antes, Jesse Owens, criado en una finca de algodón en Alabama, había firmado cinco récords del mundo en apenas tres cuartos de hora.
Su nombre era leyenda, y también una magnífica herramienta de propaganda estadounidense: el bueno de Jesse
Owens humillará a los arios.
Lo que viene a continuación es un ejercicio de manipulación histórica. Jesse Owens se apropia de los 100 y los 200 m, de la longitud y del relevo 4x100.
Cuatro oros, cuatro coronas de laurel.
Y sin embargo, Franklin Delano Roosevelt nunca le recibe en la Casa Blanca. En cada recepción en su honor, Jesse Owens debe acceder por la puerta de servicio. Malvive durante años. Debe inclinar la cabeza ante Avery Brundage, jefe del Comité Olímpico Estadounidense, que se enriquece a su costa mientras le obliga a enfrentarse a caballos, coches, boxeadores y perros. Jesse Owens nunca cobra un dólar: se le prohíbe.
Es un deportista amateur.