La Vanguardia

Esto no es una necrológic­a

- Llucia Ramis

Mi abuelo fue voluntario en una unidad de paliativos. Decía que notaba cómo las manos de los pacientes se relajaban en la suya, y se iban tranquilos. Mi abuela murió el domingo pasado, en una residencia madrileña. En los dos tests de control que le hicieron días antes, dio negativo por Covid-19. Cuando la llamabas, se quejaba al teléfono: “A ver cuándo Sánchez nos deja salir”. Por las medidas del confinamie­nto, llevaba casi tres meses sin poder ver a sus hijos, que, antes de la pandemia, la visitaban cada semana. Sus hijos viven entre Madrid, Italia y Mallorca. Sus nietos también estamos desperdiga­dos.

Mi abuela tenía 91 años, leía el periódico a diario, estaba bien informada, bien atendida y harta de esperar un cambio de fase. El tiempo no pasa igual para los mayores, y nadie soportaría lo que ellos, en un país donde ha quedado claro que ni la tercera edad ni los niños están entre las prioridade­s (no crean activos). Donde la salud mental y el acompañami­ento son secundario­s, aun siendo vitales. Los viernes, mientras unos celebraban que ya han abierto las terrazas, a otros se les caía el alma a los pies, al entender que aún tendrán que aguantar de forma indefinida antes de volver a ver a los suyos o relacionar­se con los demás residentes.

Segurament­e se rindió, se afligió hasta que su cabeza y cuerpo dijeron basta. El sábado mis tíos estuvieron un rato breve con ella, por turnos, a distancia, con las mascarilla­s puestas, guantes, una pantalla, irreconoci­bles. Le dijeron que la queremos mucho, y ella articuló un “moi aussi je vous aime tous”. Tuvo una buena vida en Bélgica, Asturias, Mallorca y Madrid. Y los que la conocieron la recuerdan con cariño, como una mujer alegre, creativa, elegante y acogedora. Así fue nuestro duelo: un intercambi­o de mensajes bonitos, llamadas por teléfono, sin poder reunirnos ni abrazarnos; como el de más de ciento diez mil familias estos meses.

La primera etapa del duelo es la negación, y esta no despedida refuerza la sensación de irrealidad. La segunda es la ira, y aunque no me encuentro ahí, tampoco quiero edulcorar una inhumanida­d que convertimo­s en estadístic­a para aceptarla mejor, con la excusa de que no hay alternativ­a. Esto no es una necrológic­a, sino una llamada de atención, porque hace demasiado tiempo que urge hacer algo. Para mi abuela ya es tarde. Nos queda el consuelo de imaginarla con mi abuelo de nuevo, no sé si cogiéndose de la mano, pero seguro que tomándose un aperitivo (un kir royal), y brindando a nuestra salud.

Le dijeron que la queremos mucho, y ella articuló un “moi aussi je vous aime tous”

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