Trump contra el mundo
Las declaraciones, ruedas de prensa y tuits del presidente de Estados Unidos estos últimos días evidencian que Donald Trump está dispuesto a enfrentarse al mundo entero para defender sus particulares puntos de vista y su política sobre la violencia racial en el país, sobre las causas y consecuencias del coronavirus y sobre el papel de la prensa en un país libre, entre otros asuntos.
Trump responde al prototipo de político populista y demagogo que nunca se ruboriza por muy escandalosas que sean sus mentiras, partidario del divide y vencerás, dispuesto a llevar su posición al extremo sin importar las consecuencias y que toma medidas que solo contribuyen a agravar la fractura política y social del país. No confía en nadie más que en si mismo y por eso su nivel de aislamiento es cada vez mayor, tanto a escala nacional como internacional.
La pandemia, la crisis económica que esta ha generado y el estallido racial tras la muerte de George Floyd están llevando a EE.UU. a un punto de inflexión que, en su particular modo de ver las cosas, Trump está usando en beneficio propio, obviando todo llamamiento a la unidad y la reconciliación. Los tres gravísimos problemas le han servido para ridiculizar y descalificar a sus asesores científicos, a los gobernadores demócratas, a los periodistas, a Twitter, a la comunidad internacional, a la OMS, a China… Amenazar con sacar el ejército a las calles para reprimir a sus propios conciudadanos le ha valido críticas de antiguos miembros de su gobierno, de altos mandos militares y de congresistas republicanos, y la foto, Biblia en mano, ante la iglesia de Saint John tras ordenar dispersar a manifestantes pacíficos es la muestra de querer unir autoritarismo y religión.
EE.UU. está en año electoral y al presidente todo este caldo de cultivo le va de maravilla para movilizar a su gente, ese votante blanco, rural, que coincide con Trump en que la culpa la tienen la oposición demócrata, el izquierdismo radical y la prensa. El comportamiento de Trump puede tener un trasfondo electoral pero también está en su ADN. Es agresivo, arrogante, imprevisible, demagogo y carece de empatía. Cree que existe un deep State que busca derribarlo, promueve teorías de la conspiración y fake news porque solo entiende la política si beneficia a sus intereses, y por ello no duda en enfrentarse con quien sea, aunque se quede solo.
Las crisis que Trump había tenido hasta ahora las creó en gran parte él mismo y las resolvió reuniendo a sus partidarios y condenando a sus oponentes. Nunca en su presidencia ha habido gestos de unidad, de concordia, de acercamiento a sus rivales. Y ahora tampoco los habrá. Prefiere el insulto vía Twitter. Peter Wehner, un conservador colaborador en tres administraciones republicanas, afirma que “es difícil imaginar una línea que Donald Trump no cruce o algo que no esté dispuesto a hacer”. Y algunos ya empiezan a plantearse si eso incluye la posibilidad de que no acepte una derrota electoral ajustada en noviembre, lo que llevaría a preguntarse si el sistema de gobierno y sus miembros serían capaces de controlarlo, porque hasta ahora la respuesta es claramente no.
Los cimientos de la democracia estadounidense son muy sólidos, pero Trump parece decidido a sacudirlos y no tiene inconveniente en enfrentarse al sistema, al equilibrio de poderes y a la comunidad internacional. Si logra la reelección en noviembre, podría producirse un punto de inflexión en la democracia de EE.UU. porque supondría la consolidación del trumpismo, de las políticas populistas de derechas que Trump ya enarboló en la campaña del 2016 y que ha ido desarrollando estos tres años largos en el poder.
Fortalecido políticamente tras superar el impeachment y controlando totalmente su partido, Trump elude sus responsabilidades por el coronavirus y su deber de unir el país y se atrinchera en la Casa Blanca reivindicándose como el presidente de la ley y el orden. En cinco meses, unos Estados Unidos polarizados y fracturados socialmente deberán decidir si este es el liderazgo que quieren seguir teniendo cuatro años más.
La deriva autoritaria del presidente puede producir un punto de inflexión en la
democracia de EE.UU.