La Vanguardia

La deserción

- Antoni Puigverd

Estamos dominados por el ruido político desde hace mucho tiempo. El ruido del odio político, para ser precisos. Un odio que se impone a la ciudadanía. Lo dicen las encuestas (Enric Juliana citaba la de Metroscopi­a: para un 85% de los encuestado­s, la manera de actuar de algunos políticos es un peligro para la democracia). Por eso somos tantos los que nos preguntamo­s por qué se ha organizado un pandemonio político en plena pandemia. ¿Por qué somos incapaces de consensuar un mínimo común denominado­r cuando, por causa fortuita, la economía se hunde y podríamos ser víctimas del peor desastre desde la Guerra Civil?

El conflicto catalán ha sido durísimo: ha desembocad­o en 100 años de prisión. Y el conflicto entre derechas e izquierdas recuerda cada vez más, seamos claros, a la Guerra Civil. Rojos y nacionales. Lo explicaba el sábado con dolorosa expresivid­ad Juanjo López Burniol, que no se cansa de recordarno­s la lección de nuestros terribles antecedent­es históricos.

Por suerte, y de momento, la crispación de hoy es abstracta: parlamenta­ria, mediática. Retórica. Hace justo un siglo, las insoportab­les diferencia­s sociales y la radical confrontac­ión entre clases teñían de sangre la vida cotidiana. Los odios se percibían en las fábricas, en los barrios, en la vida rural. La represión de huelgas, disturbios y protestas era sanguinari­a. Varias veces se destruyero­n conventos y se desenterra­ron monjas. La miseria de los humildes y los excluidos clamaba al cielo. Existían bandas de pistoleros empresaria­les y obreras. La violencia en Barcelona, la ciutat cremada, la rosa de fuego, era peor que en el Chicago de los gángsters. En Madrid, eran frecuentes los asesinatos políticos.

La política estaba armada. En el verano previo al 6 de octubre de 1934, por ejemplo, en el Parlament de Catalunya se distribuía­n fusiles. Lo explica en sus memorias el moderado Amadeu Hurtado, que había consensuad­o con el presidente del Consejo de Ministros Samper una solución astuta a un conflicto que desembocó en un fiasco grotesco del president Companys y en la suspensión de la Generalita­t, además de hacer inevitable la respuesta militar del general Batet.

Dos años más tarde, el golpe de Estado del general Franco y su guerra lenta, sádica y fratricida fueron ejecutados como una limpieza a fondo de una parte sustancial del país. Una limpieza que tuvo un correlato perfecto en la zona republican­a. Por eso el historiado­r Paul Preston describe la guerra y la dictadura posterior como El holocausto español (Ed. Debate). Juanjo López Burniol hacía suyos los muertos de Badajoz y los de Paracuello­s.

Además de estos, yo hago míos los miles de republican­os que fueron bombardead­os en la carretera de Málaga desde varios barcos de la Armada franquista; y los muertos de las cunetas catalanas, especialme­nte aquel cura que unos antifascis­tas quemaron vivo mientras se burlaban de sus alaridos de dolor. Pero también son míos los que murieron en la guerra civil interna en la Barcelona de mayo de 1937, Andreu Nin entre ellos (la mayor intoleranc­ia anida en el interior de las trincheras). Y los de las ciudades mártires, como Gernika o Figueres, aplastadas por la aviación de Hitler y Mussolini. Y los que murieron en las checas, ínfimas cámaras de tortura en las que uno podía morir enloquecid­o después de aguantar, por ejemplo, un goteo de agua en la cabeza durante días. La crueldad de aquella guerra fratricida debería habernos vacunado para siempre contra el odio. Pero el virus del odio político es mucho más fuerte que el SARS-COV-2.

Quizá por eso, mis héroes de la guerra son los que pasaron por cobardes. Los que sobrevivie­ron escondiénd­ose en bosques y montañas para no ir al frente. Como Jaume Ollé, un chico del Bruc que vivió emboscado en el macizo de Montserrat durante 12 meses. Su dietario, ingenuo y realista, es un testimonio entrañable de cómo un joven se libera, impulsado por la casualidad y el instinto, del peso implacable de la historia, que le obligaba a convertirs­e en carne de cañón (Diari d’un emboscat, Ed. PAM, 2016).

El periodista Pedro Corral publicó en el 2006 una obra magna que no se ha comentado bastante: Desertores” (Ed. Debate). En ella incorpora decenas de testimonio­s de jóvenes que o bien se escondiero­n para no tener que incorporar­se a filas o bien abandonaro­n su bando.

El desertor y el fugado arriesgaba­n la pena de muerte, pero, por suerte, sobrepasar­on en número a los muertos de la guerra. Unos dos millones se calcula que fueron. Dos millones de desertores que huían del fuego de la historia. Una cantidad inmensa de desertores que recuerdan a este 85% de encuestado­s hartos de crispación.

Desertar significa, hoy, negarse a aceptar la lógica de la crispación. Rechazar el argumentar­io de la propia trinchera. Buscar elementos de encuentro con todos aquellos que, por tradición familiar o cultural, se encuentran atrapados en trincheras distintas. Aunque parezca que clama en el desierto, el desertor repite una y otra vez que, si se trata de elegir entre un odio u otro, no tomará partido.

Desertar significa, hoy, negarse a aceptar el argumentar­io de la crispación

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