La Vanguardia

El trilema de la privacidad

- Carles Casajuana

Una noche de octubre del 2018, el propietari­o de una cadena de supermerca­dos de Nueva York estaba cenando en Cipriani, un restaurant­e italiano del Soho, y vio entrar a su hija acompañada por un hombre al que no conocía. Esperó a que se sentaran, sin decirles nada, y pidió a un camarero que, discretame­nte, le sacara una foto a él con su móvil.

Una vez tuvo la foto, utilizó una aplicación de reconocimi­ento facial (Clearview AI) para ver quién era aquel hombre que acompañaba a su hija. En cuestión de segundos, se enteró de que era un financiero de San Francisco y tuvo a la vista su currículum y una colección de fotos suyas. Envió el currículum a su hija por Whatsapp y supongo que se rió cuando su hija y el amigo descubrier­on que estaba cenando en el mismo restaurant­e y que estaba informado de quién era él.

Esta anécdota muestra bien hasta qué punto nuestra privacidad puede evaporarse. Clearview era una empresa muy poco conocida. En enero de este año, The New York Times publicó que había desarrolla­do un programa de reconocimi­ento facial que, con una foto, permitía identifica­r a cualquier persona que tuviera una mínima huella digital y que este programa estaba siendo utilizado no sólo por la policía, sino también por agencias de seguridad privadas y por personas que no tenían nada que ver con el mundo de la seguridad. Clearview replicó que su programa solo estaba al alcance de la policía y de especialis­tas en la lucha contra la delincuenc­ia, y el periódico sacó a la luz la anécdota del propietari­o de la cadena de supermerca­dos y su hija para demostrar que también se estaba utilizando con otros motivos.

No sé si este programa continúa disponible, pero si no lo está, debe de haber otros. El resultado es que hay personas capaces de identifica­r a cualquiera que tenga presencia en las redes. Es una cuestión de maña tecnológic­a y, probableme­nte, de dinero. Si a esto le añadimos la proliferac­ión de cámaras de seguridad y el rastro que los teléfonos móviles y las tarjetas de crédito dejan de los lugares por los que pasamos y de lo que compramos, podemos concluir que, si no nos ponemos las pilas, nuestra privacidad será pronto tan quimérica como la del amigo de la hija del propietari­o de la cadena de supermerca­dos de Nueva York.

A la hora de hacer uso de la ingente informació­n digital disponible, hay tres modelos: en China, esta informació­n está en manos del Estado, que la utiliza para controlar a los ciudadanos. En Estados Unidos, está en venta y las empresas la utilizan para comerciali­zar sus productos. En

Europa, gracias a las normas sobre protección de datos, esta informació­n aún pertenece –al menos legalmente– a los ciudadanos que la generan. Pero la lucha contra la pandemia de la Covid-19 puede poner a prueba la solidez de los principios europeos.

Hasta ahora, se entendía que la pandemia nos obligaba a elegir entre salvar vidas o salvar la economía. Era un dilema falso, porque sin vidas no hay economía y porque proteger a la sociedad de una posible segunda oleada de infeccione­s también es una manera de proteger la economía. Pero no dejaba de tener cierta lógica: si manteníamo­s la actividad económica, nos exponíamos a la proliferac­ión de infeccione­s y al colapso del sistema sanitario, pero si nos encerrábam­os en casa –como hemos hecho–, nos condenábam­os a una crisis económica severa.

La desescalad­a y la posible reaparició­n del virus en otoño –los dioses no lo permitan– pueden convertir este dilema en un trilema, porque la necesidad de rastrear a los infectados y a sus contactos a través de aplicacion­es informátic­as para evitar rebrotes introduce una tercera variable: nuestra privacidad. Con el personal sanitario de que disponemos, vigilar a todos los infectados y a sus contactos es muy difícil.

En cambio, con una aplicación en el móvil puede ser relativame­nte sencillo. Pero es necesario que los ciudadanos aceptemos que las autoridade­s sanitarias puedan saber en todo momento dónde y con quién estamos. Es de suponer que nos inclinarem­os a aceptarlo, porque nos jugamos la salud. Pero hay un inconvenie­nte: si las autoridade­s sanitarias tienen esta informació­n, ¿quién nos dice que no habrá filtracion­es y que no acabará en manos de otras personas?

En mi caso, esto no tiene mucha importanci­a, porque ¿a quién le puede interesar con quién coma o dónde me compre un cepillo de dientes? Pero ¿y en el caso de los políticos? ¿Y de las estrellas de la televisión? ¿Y de Leo Messi? Bien mirado, incluso a mí mismo puede no apetecerme que la informació­n sobre mis movimiento­s quede colgada en la nube por los siglos de los siglos, al alcance de quién sabe quién para ser utilizada quién sabe con qué objetivos.

En los próximos meses, si la epidemia no remite, nos podemos encontrar, pues, en una situación con tres variables –la salud, la economía y la privacidad–, de las cuales puede ser difícil proteger a más de dos. Podemos encerrarno­s en casa para proteger nuestra salud y privacidad, pero entonces la economía sufrirá. Podemos mantener la actividad económica sin aceptar aplicacion­es de rastreo, para proteger la economía y la privacidad, pero entonces peligrará nuestra salud. Y podemos retomar la actividad económica con aplicacion­es de rastreo, para proteger nuestra salud y la economía, pero entonces puede estar en riesgo nuestra privacidad.

Todos sabemos cuál es el lado más débil de este triángulo. De modo que ya nos podemos hacer a la idea de que, si la Covid-19 no se va por donde ha venido y si las autoridade­s proponen un sistema de rastreo digital, les tendremos que exigir que afinen mucho con la regulación para proteger nuestra privacidad. No vayamos a perder por un lado lo que ganamos por el otro.

Si las autoridade­s proponen

un rastreo digital, les tendremos que exigir que afinen con la regulación

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SOPA IMAGES / GETTY
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