La metamorfosis de Astrid
Del niño que sobrevivió a la violencia extrema en Medellín a la mujer que ayuda a los más vulnerables en Barcelona
Yo era una ladrona, a mí no me quedaba grande ningún cuchillo, seducía a los hombres y luego les robaba. No fui una buena persona pero nunca maté a nadie. He sufrido mucho, antes de cumplir los seis años me violó un vecino, un chico que después estuvo en la banda de los Priscos, al servicio de Pablo Escobar. Estuve en una cárcel de menores y en un reformatorio donde siguieron abusando de mí; en casa, me escapaba cuando mi madre me maltrataba, ella se suicidó y yo acabé durmiendo al raso en Medellín”. Quien relata una historia tan sobrecogedora es Astrid Daniela González, que ha conseguido neutralizar décadas de dolor y extrema violencia. Ahora está volcada en el voluntariado en Barcelona y lo que más le ilusiona es crear una fundación “para ayudar a prostitutas, transexuales y a las personas sin techo”, comenta.
La vida de Astrid, que antes era Daniel, de 51 años, da para llenar muchas páginas y es digna de una película con un elenco de personajes de todos los colores, narcos, criminales, clientes millonarios y buenos amigos. También tendría un papel Pablo Escobar, el líder del cartel de Medellín, quien, según cuenta Astrid, contrató a su padre como cocinero en la famosa hacienda Nápoles. “Él nos abandonó cuando nací, yo era el cuarto hijo, los tres mayores eran varones, y mi papá quería a una niña. Mi madre consideró que yo era el culpable de que él se marchara”, cuenta en el local de la asociación religiosa Divina Misericordia, su casa provisional desde el pasado febrero.
El actual día a día de Astrid está en las antípodas de los bajos fondos que frecuentó en Colombia. Cuando todavía era niño se compinchó con un policía para desvalijar a traficantes de drogas y otros delincuentes. Ahora, echa una mano a antiguas compañeras de la calle y en el comedor de las Hermanas de la Caridad, “las Calcutas”. Además, cada tarde forma parte del equipo de voluntarios de la parroquia de Santa Anna que reparte alimentos a familias sin recursos.
Comenta que conoció el lujo, que amasó una pequeña fortuna sisando dinero y joyas pero que poco le queda de aquella época pues desde la infancia compartía su botín con los más necesitados, primero en Medellín y más tarde en Milán, donde se estableció una larga temporada. En su nueva vida subsiste con una ayuda mensual de Càritas, duerme en el local de la citada asociación y espera a que culmine el desconfinamiento y a tener los papeles para poder trabajar cuidando a personas mayores. En los últimos meses ha finalizado un curso de geriatría y está estudiando catalán.
Jordi Bosch, director de Relaciones Institucionales de la oenegé Banco Farmacéutico y miembro de la junta de Divina Misericordia, ha acompañado a Astrid
desde el 2017, cuando decidió abandonar la calle. Bosch confirma inverosímiles detalles de la azarosa existencia de Astrid, a la que ha apoyado “en su proceso de reinserción humana y social”, al igual que a otras mujeres y transexuales que han decidido abandonar la prostitución y buscar otras salidas laborales.
Un desengaño propició que en el 2016 decidiera cambiar Milán por Barcelona. Y una desapacible noche, en las inmediaciones del campo del Barça, se le acercaron dos hombres de una asociación que ofrecía apoyo a las prostitutas. Le dieron una estampita y la alentaron a viajar a Medjugorje, destino de peregrinación católica en Bosnia y Herzegovina, a donde fue meses después. “Allí le prometí a la Virgen que no volvería a robar a nadie y que dejaba la calle. Necesito saber que soy una persona útil, durante el confinamiento he ayudado a 20 transexuales, voy a verlas y como estas semanas no han podido salir a trabajar les he llevado alimentos”, detalla Astrid, una persona muy devota y llena de contrastes. Luce no pocas medallas de vírgenes y santos, un rosario de Medjugorje, una cruz de oro blanco y diferentes joyas que conserva de su anterior vida. Otras las ha tenido que vender.
Durante mucho tiempo estuvo obsesionada en conocer a su padre y cuatro años después de contratar a un detective, en el 2015 lo encontró. La relación fue breve y poco gratificante.
Fue con solo nueve años, tras el suicidio de su madre, que decidió “ser delincuente”, dice. Un día que tenia hambre robó la bolsa de una mujer pensando que dentro encontraría un pollo, pero no, había ropa de niña y unos zapatos de charol. “Me hice amiga de los trans de Medellín, a veces me cuidaban, y el día que me puse ese vestido, que era de mi talla, robé 85.000 pesos, era mucha plata, y alquilé una habitación. Pronto empecé a hormonarme y tiempo después, en el 2005, me operé de cambio de sexo en Bangkok”, sigue explicando.
Las violaciones que sufrió en la infancia por parte de profesores y otros chicos, el desdén de compañeros que lo llamaban mariposón y la falta de afecto por parte de su madre lo llevaron a intentar quitarse la vida de muy pequeño ingiriendo cerillas. “Pero no me pasó nada y pienso que en el fondo la actitud de mi mamá me hizo más fuerte. Aprendí a robar, a ser mas profesional”.
En plena actividad del cartel de Medellín, recuerda que se topó casualmente con Escobar. “Yo tendría unos 17 años, iba en taxi y un hombre nos paró. No lo reconocimos. Nos pidió que lo lleváramos al barrio Laureles. Al bajarse dejó una paquete en el que había escrito: Gracias por haber transportado al patrón, P.E., y dentro había dinero”, afirma Astrid, de cuya vida se está preparando un documental.
Tras una vida en la calle, ahora su ilusión es crear una fundación para ofrecer apoyo a prostitutas y a personas transexuales