La Vanguardia

En la cabeza del presidente

- Llàtzer Moix

Sabemos que Trump tuvo la precaución de encerrarse en el búnker de la Casa Blanca mientras los manifestan­tes hostigaban a la policía ante la verja del domicilio presidenci­al. Y me pregunto qué pasó por la cabeza del hombre más poderoso del mundo mientras se agazapaba en su escondite. Sus detractore­s dirán que esa pregunta tiene una respuesta fácil: nada. Pero algo debió pasar. Para formular mi hipótesis al respecto citaré aquí cuatro ideas que el todavía presidente ha expresado a menudo y acaso le definan.

Primera idea: “Ante todo, soy un tipo del sector inmobiliar­io. Es lo que más me gusta”. Trump debe de vivir pues satisfecho en la Casa Blanca, la primera residencia del país. Incluso cuando ocupa su zulo. De hecho, es mejor que esté ahí que en el despacho oval, donde tiene más peligro.

Segunda: “Nací para triunfar. Es algo genético”. No nos extenderem­os sobre el ADN de los Trump. Su padre relacionab­a el éxito de sus promocione­s con discrimina­r a los posibles inquilinos. (Fue denunciado por eso). Su abuelo era propietari­o de barberías dotadas con servicios de final feliz. Ambos triunfaron. Quedémonos con que Trump no considera más opción que la victoria. Y que para vencer hay que pelear. Y que en la pelea –dicen– vale todo.

Tercera: “Cuando alguien te desafía, reacciona. Sé duro. Sé brutal”. Después del paso por el búnker, Trump barajó la idea de desplegar, además de la Guardia Nacional, al ejército. Al tiempo, una investigac­ión independie­nte calificó la muerte del negro Floyd bajo la rodilla del policía Chauvin, detonante de las protestas, de homicidio. ¿Es normal que Trump quiera apagar el fuego con gasolina? No. Salvo que priorice su victoria sobre la resolución del problema que origina el conflicto. Eso puede inducirle a conductas idiotas.

(Por cierto, en su libro Fear, Trumps in the White House, Bob Woodward revela la opinión que el presidente merece a algunos altos cargos. El general Kelly, que fue su Secretario de Seguridad Nacional, dice de él: “es un idiota; no vale la pena tratar de convencerl­e de nada”. Rex Tillerson, que fue su Secretario de Estado, lo definió como “un maldito imbécil”. Un tipo así no debería estar donde está Trump, ¿verdad? Y menos asistido por su yerno Jared, su hija Ivanka o –antes– por el gurú Bannon, que son “creadores de caos”, según Reince Priebus, exjefe del gabinete de Trump.)

Cuarta: “No entiendo como despedir a 67 personas en un programa televisivo –Trump se refiere a su rol protagonis­ta en The Apprentice– me ha hecho tan popular, especialme­nte entre los jóvenes”.

Los demás tampoco lo entendemos. Pero eso nos sugiere que no toda la culpa es de Trump. La comparte con quienes le votan a sabiendas del sujeto que es.

Concluyo: Trump está donde no debiera, es orgulloso y pugnaz, puede ser despiadado y sádico y, según sus colaborado­res, es un idiota. Y –añado yo– un peligro.

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