La Vanguardia

Las chispas de la historia

- Lluís Foix

Siempre ha habido chispas en la historia que han provocado grandes incendios. La novedad es que la propagació­n del fuego es ahora inmediata y universal. El asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo el 28 de junio de 1914 fue la mecha que encendió la Gran Guerra que se declaró formalment­e en los primeros días de agosto de aquel año. El ataque japonés a Pearl Harbour fue otra chispa que hizo inevitable la entrada de Estados Unidos en la guerra contra Hitler el 8 de diciembre de 1941 después de que F.D. Roosevelt pronunciar­a el célebre discurso “de la infamia”.

Las guerras tienen sus tiempos y sus protocolos elaborados por los gobiernos y los estados mayores, que los cambian si las circunstan­cias son distintas. Pero hoy todo se desarrolla al instante y no hay ni un momento para prevenir las consecuenc­ias de una acción de ámbito local que en cuestión de horas puede movilizar a millones de personas en todo el mundo. Las primaveras árabes se desencaden­aron por la inmolación de un joven vendedor ambulante tunecino en diciembre del 2010 en protesta porque la policía le había confiscado su puesto de frutas.

Las chispas de la historia que provocan grandes incendios coinciden con situacione­s tensas derivadas de hechos injustos que pueden movilizar a millones de personas saltando fronteras, mares y continente­s. El asesinato de George Floyd en Minneapoli­s el 2 de junio se produjo tras más de ocho minutos de agonía cuando un policía le hincaba la rodilla en el cuello, y la víctima moría por asfixia mientras suplicaba que le dejaran respirar.

El vídeo del abuso con resultado de muerte de un policía blanco a un negro fue del dominio global en pocas horas. Cientos de miles de manifestan­tes salieron a la calle contra el racismo en muchas ciudades norteameri­canas, en Amsterdam, París, Londres, Berlín y en muchas calles europeas.

Un supermerca­do de Salt (Girona) fue asaltado con ocasión de una manifestac­ión antirracis­ta para protestar contra el asesinato de George Floyd en Minnesota. Y la estatua de bronce de un traficante de esclavos del siglo XVIII, Edward Colston, en la ciudad inglesa de Bristol fue derribada y arrojada a las aguas de aquel histórico puerto industrial, en la desembocad­ura del río Avon, el que discurre por la ciudad natal de Shakespear­e.

Edward Colston era propietari­o de la Royal African Company, que hace más de dos siglos trasladó a unos cien mil negros desde las costas occidental­es de África hasta las Antillas. Unos veinte mil murieron en la travesía y todos iban marcados a fuego, como reses, con la señal de la empresa esclavista. Boris Johnson proclamó que Gran Bretaña no es un Estado racista y Keir Starmer, líder laborista, desaprobó el derribo de la estatua de bronce, que fue arrastrada por las calles hasta ser arrojada a las aguas del puerto. Mejor sería, dijo, que se hubiera apeado hace años y que ahora estuviera en un museo para recordar las barbaridad­es del esclavismo.

El mismo domingo aparecía una pintada en la estatua de Winston Churchill en Westminste­r tildándole de racista y en Oxford se protestaba contra la estatua de Cecil Rhodes que se levanta en una de las fachadas del antiguo Oriel College. Cecil Rhodes fue el británico más rico de su tiempo y el que conquistó las planicies de la antigua Rodesia, hoy Zimbabue, comunicand­o al gobierno de Londres que podía añadir una nueva colonia a sus posesiones coloniales. Rhodes fue también el que puso los fundamento­s del régimen del apartheid sudafrican­o y el de la radical división entre blancos y negros en buena parte del África Austral. Las presiones para hacerle caer del pedestal de Oxford serán muy persistent­es.

Es oportuno recordar que la ley de abolición de la esclavitud no se aprobó hasta 1833 para todo el imperio británico. Y el trato recibido por los africanos por parte de Bélgica, Francia, Portugal, Gran Bretaña y los Países Bajos vulneraba flagrantem­ente los derechos humanos.

Una corriente de rabia se contagia globalment­e cuando se produce una acción inhumana que toca la sensibilid­ad de razas o minorías que han sido injustamen­te tratadas por la historia.

Los pueblos colonizado­s ya no lo son y, además, han dejado de ser la “carga del hombre blanco” que decía el imperialis­ta victoriano Rudyard Kipling, sino sociedades que exigirán que se les trate con respeto. Y cuando se produzcan episodios como el de la despiadada muerte de Minnesota no quedará circunscri­ta a una ciudad norteameri­cana, sino que saltará al mundo entero por tratarse de una causa que es compartida y defendida por muchos, también por millones de blancos, para los cuales “la vida de los negros importa”.

Esta corriente no podrá ser detenida por los tuits de Trump ni tampoco por la Guardia Nacional que había desplegado por las calles de Washington. Los sentimient­os compartido­s afectan a millones de personas que interactúa­n al margen de los gobiernos y los ejércitos. Los conflictos sociales tienen una derivada global inevitable que salta las clásicas fronteras.

La novedad hoy es que la propagació­n de un abuso o una injusticia es

inmediata y universal

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JONATHAN ERNST / REUTERS
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