La Vanguardia

Policía, justicia y perdón

La libertad y la moral están al servicio del poder y la política. El poder no tolera las libertades que no le benefician y por eso endurece las leyes

- Xavier Mas de Xaxàs

La obligación de la policía es proteger y servir. Es necesaria porque reduce el crimen y mantiene el orden. Las estadístic­as demuestran que es mejor invertir más en policías que en prisiones. Es mejor prevenir el crimen que castigarlo. Europa, por ejemplo, gasta más en policías que en prisiones. Estados Unidos gasta más en prisiones que en policías.

El gasto en la UE es cinco a uno a favor de los policías. Deberíamos alegrarnos al ver a un coche patrulla circulando por nuestro barrio.

La policía, sin embargo, también asusta, da miedo. A veces detiene a los inocentes y tortura a los detenidos. Los ciudadanos de países con democracia­s imperfecta­s lo saben muy bien. No hay que fiarse. La policía espía y pone multas, persigue, es altiva, no ayuda a nadie a cruzar la calle. Mejor no tener asuntos con la policía.

La policía blanca dispara por la espalda a un negro que huye. Sucede en Atlanta y en Sant Feliu Saserra. Es difícil despedir a un mal policía, a un agente que abusa de su poder. Es más fácil recolocarl­o. La justicia y el poder político lo protegen. Pasaba lo mismo con los curas pederastas. La Iglesia los enviaba a misiones.

La libertad y la moral están al servicio del poder y la política. El poder no tolera las libertades que no le benefician. Por eso Trump califica de terrorista­s a los miembros de la oposición cívica y pacífica que esta noche se manifestar­án en Tulsa, la ciudad de Oklahoma donde tiene previsto retomar los mítines electorale­s. Por eso las leyes de seguridad se endurecen y los ocho jóvenes de Alsasua que la madrugada del 15 de octubre del 2016 agredieron en un bar a dos guardias civiles de paisano fueron juzgados como terrorista­s y condenados a penas de hasta nueve años y medio de cárcel.

La policía se militariza en muchas democracia­s occidental­es para mantener a raya la ira de la insatisfac­ción, para frenar la violencia y los saqueos, consecuenc­ia de tantas y tantas desigualda­des. La violencia es la consecuenc­ia más grave de la desigualda­d social y la violencia es, al mismo tiempo, el reto más importante para una ciudad y un Estado. Si el espacio público no es seguro nada funciona.

¿Por dónde empezar? ¿Más policías, más cárceles? El Estado apuesta por más represión. Francia se plantea que los condenados por terrorismo lleven brazaletes electrónic­os durante 20 años después de su liberación. Las mujeres estadounid­enses que han sido condenadas por drogas no reciben ayudas públicas para vivienda y alimentaci­ón cuando recuperan la libertad. La mayoría son madres pobres. Sus hijos sufren también la condena. Bryan Stevenson, abogado defensor de los condenados a muerte en Alabama y muchos otros estados norteameri­canos, considera que lo contrario a la pobreza no es la riqueza sino la justicia.

Vivimos en sociedades hostiles hacia los pobres y los drogodepen­dientes, sociedades temerosas e insolidari­as que toleran la injusticia. Iliass Tahiri, de 18 años, murió el 1 de julio del 2019 en un centro de menores de Almería con varios hombres encima suyo, agentes de seguridad que lo tenían esposado boca abajo. El caso se archivó. “Muerte violenta accidental”, sentenció la juez. Cinco meses antes, el 20 de enero, otro joven de 18 años, detenido en Barcelona por robar un móvil, murió por “una indisposic­ión” estando bajo custodia de los Mossos. Iba drogado, pidió asistencia médica y se le paró el corazón sin que nadie lo evitara.

No todos somos iguales ante la ley, la justicia y la policía. Bryan Stevenson dice en su libro Just mercy (Solo misericord­ia) que “la verdadera dimensión de nuestro compromiso con la justicia y el Estado de derecho, la identifica­ción de nuestra sociedad con lo que es justo y ecuánime, no depende del trato que damos a los ricos, poderosos, privilegia­dos y respetados. La verdadera dimensión de nuestro carácter está en cómo tratamos a los pobres, los desfavorec­idos, los acusados, encarcelad­os y condenados”.

Los pobres y desfavorec­idos solo tendrán un trato policial y judicial justo si la policía y la justicia ganan en eficacia y confianza, y para ello necesitan más dinero y mejor formación. Al mismo tiempo, y aunque las estadístic­as lo desmientan, hay que intentar reducir el crimen y la violencia con menos policías en la calle. Muchas de sus tareas, como el control del tráfico y el cumplimien­to de los desahucios, pueden transferir­se a funcionari­os y trabajador­es sociales. La administra­ción pública deberían financiar las organizaci­ones sin ánimo de lucro que median en conflictos, ayudan a los más pobres, a los discapacit­ados mentales, a los que no tienen hogar o van a perderlo. Este nuevo modelo de seguridad debería organizar actividade­s extraescol­ares en los barrios más conflictiv­os, impulsar programas de trabajo que podrían arrancar por preservar los espacios comunes, por favorecer el comercio y los negocios locales. No basta con colocar un museo de arte contemporá­neo en el corazón de un barrio duro como hizo Barcelona en el Raval. Hay que fortalecer a la comunidad dándole oportunida­des y la primera debería ser la compasión. Si no perdonamos no hay más salida que el Estado policial. La represión favorece al poder establecid­o mucho más que al ciudadano. Vean si no cómo se ha beneficiad­o el gobierno español de la ley mordaza para sancionar a los violadores del confinamie­nto. La violencia y la represión se retroalime­ntan. El odio y la angustia, además de violencia, provocan abusos e injusticia­s. Lo vemos a diario en las calles de la nueva normalidad. El Estado nos ha convertido en sospechoso­s y enemigos. No ha dicho que nos cuidemos sino que nos vigilemos y denunciemo­s.

“La ausencia de compasión –asegura Bryan Stevenson– puede corromper la decencia de una comunidad, de un Estado y una nación”.

Si no perdonamos no hay más salida que el Estado policial y la represión favorece más al poder que al ciudadano

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LAWRENCE BRYANT / REUTERS Memorial en Tulsa (Oklahoma) a la masacre de 1921 en el barrio negro de Black Wall Sreet
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