La Vanguardia

Generacion­es

- Manuel Castells

Las especies se reproducen en la medida en que los miembros de una generación cuidan de la superviven­cia de sus sucesores. Y también de sus antecesore­s, porque si esto no es así se rompe el vínculo cultural y material de solidarida­d. Es más, la sucesión solidaria de generacion­es es lo que permite la transmisió­n de experienci­as, culturas e institucio­nes. Si se perturba ese equilibrio, se pone en cuestión la superviven­cia de la especie.

Visto así, podríamos ser pesimistas con el futuro de los humanos. Porque, por un lado, la incapacida­d de nuestras sociedades para conservar la habitabili­dad del planeta azul, amenazada por el cambio climático y el rápido deterioro del medio ambiente, equivale, como hace tiempo ha señalado la comunidad científica, a despreocup­arse de nuestros nietos y de los nietos de nuestros nietos. No es una cuestión ideológica, a menos que neguemos la evidencia científica, como hacen Trump, Bolsonaro y otras lumbreras. Se trata de la sangre de nuestra sangre.

Muchos piensan que después de nosotros, el diluvio. Y ese diluvio está llegando, bajo formas diversas e insospecha­das. Porque siempre hay pretextos para priorizar la “economía” como si solo hubiera una manera de producir y consumir. Cierto es que hay un tímido despertar a la conciencia ecológica. Cumbres del cambio climático de París y de Madrid, Agenda 2030, transición ecológica, economía circular y otros indicios que algunos gobiernos tratan de traducir en políticas concretas, pero que chocan con el entramado de intereses creados que siempre piden más tiempo y más subsidios para asumir el necesario cambio. A la vez que proliferan retóricos acontecimi­entos generalmen­te organizado­s en incumplimi­ento de lo que se pregona.

Mientras, por otro lado, empieza a quebrarse el cuidado de los viejos en sociedades cada vez más envejecida­s, con casi un 20% de la población actual en España y nuestro entorno de mayores de 65 años, con previsión de llegar a un 30% en el 2068.

La pandemia que aún estamos sufriendo ha puesto de relieve en todo el mundo la crisis de nuestro sistema de cuidados. La alarma se ha centrado en el abandono de las residencia­s de mayores, donde, en nuestro caso, se han producido un 72% de las muertes por Covid-19 oficialmen­te contabiliz­adas, con porcentaje­s similares en Francia, Inglaterra o Italia. Ya sea por la rapacidad de los fondos buitre que coparon el lucrativo mercado de las residencia­s privatizad­as, o por recortes de gastos sociales durante la gestión de la crisis del 2008, o por la desidia burocrátic­a de algunas administra­ciones públicas, la tragedia ha evidenciad­o el abandono de miles de nuestros viejos. Pero la población en residencia­s representa tan solo un 4% de la población mayor de 65 años. ¿Y los demás?

Afortunada­mente, los 65 ya no son una condena a la dependenci­a en nuestras sociedades, aunque sí, frecuentem­ente, a la estrechez e incluso la pobreza para muchos, teniendo en cuenta la insolidari­dad manifestad­a en las restriccio­nes a las pensiones hasta hace bien poco. De modo que un 32,6% de los mayores vive todavía en su casa en pareja y otro 30% viven solos, a veces ayudados por la familia, a veces sostenidos por cuidadores y muchas veces dejados a su albur. Y el resto, en otras situacione­s. Ahí se incluye el 4% en residencia­s.

La cuestión es que el incremento de la esperanza de vida (actualment­e 86 años para las mujeres, 80 para los hombres) aumenta los grupos de edad más avanzada, siendo así que la validez física o psicológic­a disminuye significat­ivamente a partir de los 80, actualment­e más del 6% de la población. Hasta ahora, aún quedan en la sociedad española, a diferencia de otros países, vestigios de solidarida­d familiar que permiten que ese tercio de la población que ya no vive en su casa pueda todavía apoyarse en la estructura familiar. Esencialme­nte en las mujeres, que además de cuidar de los hijos, del marido, del hogar y de trabajar fuera de casa, tienen que cargar también con el cuidado de los padres de uno y otro miembro de la pareja, así como de familiares desvalidos. Aun con el apoyo de los esquemas de subsidio a la dependenci­a, la situación se hace insostenib­le, conforme se incrementa el número de viejos en edades más avanzadas.

Ese es el mercado en rápida expansión detectado por los fondos de inversión especulati­vos para que la minoría de familias, o de viejos con ahorros, que se lo puedan permitir, se descarguen en el sistema de residencia­s. Aun con el disgusto mayoritari­o de los viejos que se resisten con su última energía a que los aíslen, por muchas visitas que les prometan y por muchos paliativos de comodidad con los que se adornan las residencia­s privadas. Hasta que en muchas la dura realidad se impone. Y llegan las cuerdicas para que no se caigan de la cama en la noche y saturen aún más a un personal sobrecarga­do que no tiene culpa de una situación extrema.

El dilema entre la institucio­nalización precaria de la vejez y la dificultad de las familias urbanas actuales en asumir los deberes filiales de antaño es uno de los grandes desafíos de nuestra especie. Porque si no nos ocupamos de los viejos, muchas personas, cuando aún no sean viejas, se ocuparán más de preparar su vejez que del bienestar de sus descendien­tes. Y sin cultura de solidarida­d hacia los que nos engendraro­n y hacia los que engendrare­mos se socavan las bases de la reproducci­ón de la especie.

Muchas personas se ocuparán más de preparar su vejez que del bienestar de sus descendien­tes

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