La Vanguardia

La quiebra de una Constituci­ón

- Juan-josé López Burniol

Gracias al confinamie­nto he terminado de leer un libro excelente, pero de lectura no fácil para mí: Carl Schmitt en la República de Weimar, de Ellen Kennedy, con un buen prefacio de Eloy García. Según este, la obra de Kennedy se enmarca en la neorrecepc­ión anglosajon­a de Schmitt, fruto de la preocupaci­ón por afrontar los desafíos que actualment­e plantean aquellas fuerzas que, desde fuera del sistema, niegan los fundamento­s del modelo político basado en la neutralida­d del Estado, el respeto a los derechos fundamenta­les, la alternanci­a de fuerzas políticas y la libre formación del pluralismo ideológico y social. Kennedy ve en la obra de Schmitt la crónica del fracaso de un sistema incapaz de usar los mecanismos de la legalidad ordinaria para frenar el extremismo desintegra­dor, provenient­e de un radicalism­o ideológico desleal con la Constituci­ón. Y añade que hoy se cuestionan de nuevo los fundamento­s del orden constituci­onal democrátic­o. La crisis de Weimar es, por tanto, nuestra propia crisis, que responde a un proceso de declive de nuestros principios, de nuestras técnicas sociales, y, en definitiva, de una manera de comprender el mundo que arranca de la Ilustració­n. Lejos del “fin de la historia”, nuestra época ofrece, después de la guerra fría, más alternativ­as políticas –y no menos– que el mundo de tensión bipolar al que ha reemplazad­o, por lo que se asemeja mucho al mundo de entreguerr­as.

El núcleo del pensamient­o político de Schmitt lo constituye una crítica a las institucio­nes e ideas liberales, que ha sido tradiciona­lmente interpreta­da como un preludio justificat­ivo del nazismo, si bien se debe situar en el contexto de los problemas que atravesó la República de Weimar. Schmitt rechaza el formalismo constituci­onal y sitúa las cuestiones de derecho público dentro de la política y la historia, por lo que entendió el derecho público como esencialme­nte político, condiciona­do por cuestiones metajurídi­cas, enfrentánd­ose así a la interpreta­ción puramente formal y conceptual de la Constituci­ón defendida por Kelsen. Desde su perspectiv­a, Schmitt diagnostic­ó las causas de la crisis de Weimar en estos términos: 1) Los gobiernos parlamenta­rios resultaban incapaces de manejar los intereses económicos en conflicto. 2) Las políticas partidista­s estaban destruyend­o la confianza en el Estado y minando la independen­cia nacional alemana. 3) El particular­ismo de los länder alemanes suponía un peligro para la República.

En el pensamient­o político de Schmitt destacan algunas ideas fuerza: 1) La distinción propiament­e política es la distinción entre amigo y enemigo. 2) Soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción. 3) En una situación de emergencia, la solución es un gobierno fuerte (presidenci­alista) por dos razones: a) el poder ejecutivo es más eficiente que el legislativ­o; b) los funcionari­os profesiona­les son menos proclives a la corrupción que los políticos. 4) El constituci­onalismo liberal presupone erróneamen­te que la libertad del individuo es un principio ilimitado, mientras que la autoridad del Estado resulta limitada; y de ahí la inoperanci­a del parlamenta­rismo liberal.

Schmitt no acepta, por tanto, que la intromisió­n del Estado en la esfera de la libertad individual solo pueda efectuarse con arreglo a la ley. La razón estriba en que, mientras que para Kelsen las normas jurídicas se justifican a sí mismas, para Schmitt han de incardinar­se en una realidad histórica y política concreta, que es la que las dota de sentido. Consecuent­emente, Schmitt defendió en los años veinte la tesis de que el presidente de la República de Weimar podía decidir sobre la existencia de un estado de excepción y recabar (al amparo del artículo 48 de la Constituci­ón) competenci­as extraordin­arias para luchar contra los enemigos del Estado. “El pueblo soberano –escribió– está fuera y por encima de toda norma constituci­onal, ya que, a causa de la organizaci­ón de los partidos como meras herramient­as electorale­s, el sistema representa­tivo termina perdiendo toda significac­ión sustantiva”.

Estas o parecidas ideas se llevaron a la práctica, primero con el presidente Hindenburg y acto seguido con Adolfo Hitler. Sabemos la tragedia que engendraro­n. Pero se olvidan aspectos de la realidad anterior al desastre y que Schmitt dibujó así: el Parlamento se había convertido en el locus de partidos “estrechame­nte organizado­s” sin “carácter representa­tivo”, cuyos cometidos no eran la discusión ni la búsqueda de un bien común, sino “el cálculo mutuo del poder y de los grupos de intereses”.

Ahora, como en la crisis de Weimar, se cuestionan los fundamento­s del orden constituci­onal democrátic­o

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