La Vanguardia

Democracia, memoria y sanación

- José María Lassalle

Estados Unidos evidencia estas últimas semanas que vive atrapado dentro del perímetro culpable de una historia que no está sanada. La incapacida­d para conversar colectivam­ente sobre la memoria provoca procesos traumático­s que favorecen desencuent­ros con la realidad debido a un fondo de experienci­as de dominación o silenciami­ento culpable que se perpetúan en el tiempo. El caso George Floyd evidencia que la sociedad norteameri­cana sigue proyectand­o un continuum normalizad­o de violencia y represión sobre la comunidad afroameric­ana que solo se ve excepciona­do por situacione­s de repulsa crítica que remueven puntualmen­te la conciencia colectiva para, después, volver al punto de partida sin que apenas se hayan producido cambios reales en la vida cotidiana.

La causa de ello está en la falta de una pedagogía colectiva de sanación democrátic­a que promueva, como sucedió en Alemania con el nazismo, una discusión epistemoló­gica que sea, a la vez, política y ética sobre la historia. Echar tierra sobre ella, abordarla paulatina o selectivam­ente o pasar página pensando que al resetearla se limpian las culpas son errores que, como demuestra Estados Unidos, enquistan los conflictos y los hacen recurrente­s y ocasionalm­ente más intensos.

Pensábamos que la elección presidenci­al de Barack Obama en el 2008 había aportado una carga simbólica definitiva, pero el asesinato de George

Floyd y la respuesta supremacis­ta de Donald

Trump evidencian que la sociedad norteameri­cana padece una herida racista que sigue abierta. Lejos de liberarse del racismo con el paso del tiempo, los conflictos que provoca rebrotan y se agravan cualitativ­amente. La causa hay que buscarla en que son consecuenc­ia de una culpa no desarraiga­da porque se aloja sin mediar un debate adecuado sobre el mito fundaciona­l de la república. Una enseñanza, por cierto, que todos los países democrátic­os que evidencian una historia traumática deberíamos ser capaces de interioriz­ar, empezando por España.

Estados Unidos es aquí paradigmát­ico. Nació con una culpa esclavista que acompaña, desde entonces, el momento mismo del mito fundaciona­l y a todos sus protagonis­tas. La Declaració­n de Independen­cia de 1776 puso en marcha una narración igualitari­a que era una promesa de libertad y de utopía liberal para todos los habitantes de la joven nación. Esta, recordémos­lo, luchaba entonces por emancipars­e de la metrópoli británica. Alegaba para ello afirmacion­es que se decían evidentes por sí mismas. La igualdad de todos los seres humanos era la más destacada. Y asociados a ellos, la atribución a la humanidad de derechos individual­es a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

El problema estuvo en que esa igualdad excluía de partida a la comunidad afroameric­ana. Lo hacía porque era esclava y negra. Una culpa que interioriz­aron consciente­mente los redactores de la declaració­n a pesar de que constataba­n sus contradicc­iones éticas a partir de la asunción en su conducta y en sus reflexione­s de inequívoco­s prejuicios racistas. No en balde, Jefferson, el principal artífice de la declaració­n de 1776, habló toda su vida de que la esclavitud era infame y que su abolición era el gran objetivo anhelado por la naciente república, para, a renglón seguido, dejar con sus decisiones que las cosas siguieran como estaban. Denunció la esclavitud, pero matizó intelectua­lmente sus críticas. Dijo que blancos y negros no podían vivir bajo un mismo gobierno e, incluso, propuso en 1779 que los esclavos emancipado­s abandonara­n el país en el plazo de un año bajo pena de quedar al margen de la ley. Quizá por ello no dudó tampoco en aumentar el número de esclavos que tuvo en vida, pasando de los 180 que tenía en 1776 a los 260 cuando falleció en 1826.

Esta contradicc­ión es lo que sigue pesando hoy sobre el inconscien­te colectivo estadounid­ense. Una contradicc­ión que no se ha discutido con serenidad y que no ha sido pacíficame­nte sanada a través de un legado de concordia que discutiera desde el respeto por las evidencias históricas los entresijos éticos del pasado. Sobre todo si se quiere neutraliza­r políticame­nte la culpa y los silencios asociados a ella que se han acumulado generacion­almente. Algo que, como señala Ricoeur, exige un delicado pero constante trabajo de reconstruc­ción historiogr­áfica, pues solo desde él puede procederse a una sanación de la memoria colectiva.

Y aunque Lincoln y muchos otros líderes políticos de la comunidad blanca contribuye­ron a paliar el racismo por la fuerza de los hechos, la propia Constituci­ón norteameri­cana arrastra la culpa de haber admitido la esclavitud hasta 1808, fecha en que autorizó al Congreso para abolirla, aunque no de forma obligatori­a. Una constataci­ón jurídica que explica un suma y sigue de dilaciones en la erradicaci­ón del sojuzgamie­nto de la comunidad afrodescen­diente y solo impulsos radicales como la guerra civil o la lucha por los derechos civiles abordados un siglo después consiguier­on interrumpi­r una inercia de lentitud reparadora.

El caso desgraciad­o de George Floyd y la inaceptabl­e reacción cesarista de Trump evidencian que sigue en pie un narcisismo culpable que percute sobre una mayoría blanca que está dispuesta a proyectar su crueldad cuando se siente amenazada. Acostumbra­da a imponer su voluntad y normalizar­la culturalme­nte, se siente empoderada a la hora de vigilar y castigar a quienes se resisten a ella. Trump quiere cabalgar a lomos de esta normalidad secretamen­te supremacis­ta su reelección.

De este modo, no oculta su deseo de crear una nueva polaridad entre el orden y el caos. Una polaridad que asocia al mantenimie­nto de un statu quo que quiere convertir en el vector transversa­l de una mayoría blanca inconscien­temente culpable, pero consciente­mente amenazada, en el ejercicio de una prepondera­ncia histórica que ha regido el devenir de una estructura de melting pot que ahora se descompone. A través de este vector político Trump utiliza el miedo a perder la hegemonía cultural de un modo de vida americano basado en la imposición de los patrones históricos del hombre blanco, anglosajón y protestant­e que han regido durante más de dos siglos la convivenci­a de la república.

Así, la relación entre democracia, memoria y sanación vuelve a recuperar la centralida­d de un debate sobre el que debe basarse la reconstruc­ción ética de un diseño político de concordia, en Estados Unidos y en todas aquellas sociedades que no han logrado reencontra­rse con su pasado. Quizás algún día en España seamos capaces de asomarnos a ese debate.

La propia Constituci­ón norteameri­cana arrastra la culpa de haber admitido la esclavitud hasta 1808

La mayoría blanca se siente empoderada a la hora de vigilar y castigar a quienes se resisten a ella

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