La Vanguardia

Nogay Ndiaye

- David Carabén

Hasta hace dos días, cualquier combinació­n de las palabras Play y Wallapop en una sola frase había sido lo bastante efectiva para conseguir la obediencia inmediata de mis hijos. Pero el miércoles por la noche ya era la segunda o tercera vez que me hacían levantar y conjugarla a fin de que detuvieran el jaleo en la habitación del lado. Ni caso. Los ultimátums habían perdido todo su efecto. Entonces, gracias a un rechinamie­nto del pequeño y el ahogo de un chasquido de reírse del grande, me di cuenta de que el alboroto se debía a una partida de tocar y parar que habían estado jugando secretamen­te y prolongado hasta la madrugada. Peor todavía, entendí que yo, y mis amenazas cada vez más ridículas, formábamos una parte esencial del juego... Al día siguiente, mientras comíamos, nos reímos al comparar mi función totalmente inconscien­te, dentro de su juego, con la que ejerce la tormenta en el odioso Fortnite, el anfetamíni­co videojuego que tiene enganchado a medio planeta. Sin saberlo, yo era la ciega y estúpida amenaza estructura­l, el punto de inicio, el contexto y lo que le acaba dando sentido y urgencia al juego.

Mientras tanto, al TN Migdia de TV3 volvían a recordar la agridulce noticia sobre la contribuci­ón de Keita Baldé, el futbolista del AS Mónaco formado en la Masia del Barça, en el alojamient­o definitivo en hoteles de los temporeros de Lleida que, hasta entonces, y desde hace una vergüenza de años, habían estado durmiendo al raso, sobre cartones extendidos en el suelo. Sí, agridulce, porque aunque representa­ba una evidente mejora de sus condicione­s, no sólo hemos tenido que esperar que naciera y se hiciera adulto un hombre de Arbúcies con familia senegalesa, sino que accediera a la improbabil­ísima élite del fútbol a fin de que la cuestión llegara a los medios de comunicaci­ón y, más vergonzant­e todavía, para hacer frente a la factura de las habitacion­es.

El relato es de una simetría sospechosa, de tan perfecta: los inmigrante­s han superado la indignidad a la que les condena nuestra falta de humanidad gracias a alguien que, desde este Olimpo del fútbol que nos tiene boquiabier­tos, los ha visto como hermanos. Sólo una mente audaz como la de la maestra y activista Nogay Ndiaye podía trazar este arco de oro entre uno y otros, obviando al resto de habitantes de este país que decimos amarnos para enmarcar, muy precisamen­te y para la posteridad, una realidad dura de aceptar: la de nuestro racismo profundo. Tan inconscien­te de él mismo y de su función, en esta jugada maestra, si queréis, como yo con mis hijos o la tormenta en el Fortnite. Hemos tenido que esperar que naciera y se hiciera adulta otra catalana de ascendenci­a senegalesa, para que dejara nuestro racismo en fuera de juego y nos lo sirviera en bandeja de plata: tan crudo como difícil de tragarse. Jugadoraza.

Una catalana de ascendenci­a senegalesa ha dejado nuestro racismo en fuera de juego

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