Nogay Ndiaye
Hasta hace dos días, cualquier combinación de las palabras Play y Wallapop en una sola frase había sido lo bastante efectiva para conseguir la obediencia inmediata de mis hijos. Pero el miércoles por la noche ya era la segunda o tercera vez que me hacían levantar y conjugarla a fin de que detuvieran el jaleo en la habitación del lado. Ni caso. Los ultimátums habían perdido todo su efecto. Entonces, gracias a un rechinamiento del pequeño y el ahogo de un chasquido de reírse del grande, me di cuenta de que el alboroto se debía a una partida de tocar y parar que habían estado jugando secretamente y prolongado hasta la madrugada. Peor todavía, entendí que yo, y mis amenazas cada vez más ridículas, formábamos una parte esencial del juego... Al día siguiente, mientras comíamos, nos reímos al comparar mi función totalmente inconsciente, dentro de su juego, con la que ejerce la tormenta en el odioso Fortnite, el anfetamínico videojuego que tiene enganchado a medio planeta. Sin saberlo, yo era la ciega y estúpida amenaza estructural, el punto de inicio, el contexto y lo que le acaba dando sentido y urgencia al juego.
Mientras tanto, al TN Migdia de TV3 volvían a recordar la agridulce noticia sobre la contribución de Keita Baldé, el futbolista del AS Mónaco formado en la Masia del Barça, en el alojamiento definitivo en hoteles de los temporeros de Lleida que, hasta entonces, y desde hace una vergüenza de años, habían estado durmiendo al raso, sobre cartones extendidos en el suelo. Sí, agridulce, porque aunque representaba una evidente mejora de sus condiciones, no sólo hemos tenido que esperar que naciera y se hiciera adulto un hombre de Arbúcies con familia senegalesa, sino que accediera a la improbabilísima élite del fútbol a fin de que la cuestión llegara a los medios de comunicación y, más vergonzante todavía, para hacer frente a la factura de las habitaciones.
El relato es de una simetría sospechosa, de tan perfecta: los inmigrantes han superado la indignidad a la que les condena nuestra falta de humanidad gracias a alguien que, desde este Olimpo del fútbol que nos tiene boquiabiertos, los ha visto como hermanos. Sólo una mente audaz como la de la maestra y activista Nogay Ndiaye podía trazar este arco de oro entre uno y otros, obviando al resto de habitantes de este país que decimos amarnos para enmarcar, muy precisamente y para la posteridad, una realidad dura de aceptar: la de nuestro racismo profundo. Tan inconsciente de él mismo y de su función, en esta jugada maestra, si queréis, como yo con mis hijos o la tormenta en el Fortnite. Hemos tenido que esperar que naciera y se hiciera adulta otra catalana de ascendencia senegalesa, para que dejara nuestro racismo en fuera de juego y nos lo sirviera en bandeja de plata: tan crudo como difícil de tragarse. Jugadoraza.
Una catalana de ascendencia senegalesa ha dejado nuestro racismo en fuera de juego