Soñé que regresaba a Lyntons
Novela Primera traducción al castellano de una obra de la escritora inglesa Claire Fuller, ‘Naranjas amargas’ es un relato cautivador en un espacio de ensueño y con una historia llena de misterio y tensión sobre los más profundos sentimientos humanos
Todavía cegado por el fulgor que emanaban las páginas de Despojos de Rachel Cusk, abordé Naranjas amargas desde el total desconocimiento e, imagino, la sospecha inconsciente de que inevitablemente iba a producirse una desaceleración del entusiasmo lector. Pero lo que ha ocurrido es una prolongación, y ambos libros han quedado hermanados en la historia personal como dos magistrales y consecutivos sortilegios contra el discurso monopolista del coronavirus.
Formada en escultura y volcada en una carrera de marketing, Claire Fuller (Oxfordshire, 1967) no empezó a escribir ficción hasta los cuarenta años y apenas lleva publicadas tres novelas –esta es la última en salir y la primera en traducirse al castellano– y diversos relatos en la prensa. Nadie lo diría. Si le parece sugerente la idea de un escenario de ensueño que la decrepitud ha convertido en góticamente perturbador, donde se despliega una historia melodramática rebosante de charme, amenazas latentes y tensión sexual, por la que el misterio y la fantasía van asomando la cabeza, y que le interrogará sobre la naturaleza de la fe, la culpa y la redención, considerarse afortunado se queda muy corto.
Lo primero que destacar es el detalle y el poder evocador impresos en la descripción de Lyntons, una inmensa, laberíntica e inabarcable mansión de estilo neoclásico en estado ruinoso que ingrelas sa ya, junto a Manderlay, la casa de Blackwood o el hotel Overlook, en la nómina de espacios literarios capaces de apropiarse de la función gracias a su configuración y aura embrujadoras, así como por las desasosegantes reverberaciones que emite. En los estertores de su vida, Frances rememora su llegada al lugar dos décadas atrás, en 1969 –cuando contaba 39 años y acababa de enterrar a su madre, bajo cuyo techo y yugo siempre había vivido–, de cara a elaborar un informe de los edificios arquitectónicos para su nuevo propietario. Ahí coincide con una pareja, encargada de inventariar los objetos, cuya relación parece atravesar un momento tormentoso. En cuestión de pocas semanas, lo que arranca como una placentera conexión, llena de risas, esparcimiento y alcohol, irá tomando una deriva oscura a medida que afloren los traumas, las personalidades y los anhelos de cada uno.
En segundo lugar, el manejo de los numerosos hilos narrativos que lleva a cabo la autora es extraordinario, tanto a nivel de contenido –lo que se cuenta– como de dosificación –hasta dónde se cuenta– e inserción –cuándo se cuenta–. breves y ambivalentes anotaciones desde el presente de la protagonista en su lecho de muerte consiguen multiplicar el interés por el fluido, sinuoso, intrigante y erotizante relato que la arrastra constantemente hacia el pasado en un intento por expiar sus pecados. Tenemos un gran enigma y un subconjunto de microenigmas ejecutando una danza hipnótica. Dentro de esos recuerdos, confluyen testimonios, versiones y evocaciones que pugnan entre sí, transformando asimismo la novela en una metafórica casa repleta de estancias cegadas, recovecos, túneles, pasadizos en penumbra y trampantojos, espacios comidos por la maleza y los despojos, zonas fantasmagóricas, un estimulante reflejo del vetado camino a cualquier certeza o verdad profunda.
El uso de varios animales como señales funestas, el desfile de represiones y pulsiones con las que Freud se habría dado un atracón, el extraño episodio de una inmaculada concepción y el uso puntual de las naranjas como motivo que condensa la dulzura y la amargura sobre la que va alternando en todo momento lo expuesto apuntalan una lectura que nos provoca idéntico goce perverso que el que experimenta Frances al espiar a sus amigos por un “agujero de Judas”. |
Un relato intrigante con un gran enigma y un subconjunto de microenigmas ejecutando una danza hipnótica