La fatiga Zoom
El abuso y las características de la comunicación virtual son un foco de estrés
La crisis del coronavirus ha provocado un aumento de la demanda en las aplicaciones de videoconferencia por motivos laborales, educativos o personales. Tanto que, por ejemplo, los ingresos de Zoom han crecido un 169% durante la pandemia, según informó la propia empresa mediante un comunicado, y eso a pesar de los problemas de seguridad que experimentó los primeros días. Este servicio ha pasado de 10 millones de sesiones a 300 millones el mes de mayo.
Claro que, con el inicio de la desescalada, el uso de Skype por ejemplo cayó un 36,1% durante las dos primeras semanas respecto a las dos últimas de abril, según la consultora Smartme Analytics, También cayó el uso de otras aplicaciones similares como Duo, un 11,2%, y Hangouts, un 23,9%.
El bajón se puede deber a que “empezamos con mucho entusiasmo, pero ya echábamos de menos el contacto humano”, explica Miquel Ángel Prats, profesor titular de Tecnología educativa en Blanquerna-ur. Con todo también ha habido usuarios que han dicho que se han cansado de la comunicación mediante estas aplicaciones y que les ha causado auténtica fatiga física y estrés.
“No estábamos preparados para el confinamiento, que en sí mismo nos ha producido fatiga emocional. Pensábamos que la agenda lo aguantaba todo, y no hemos tenido control”, añade Prats.
Pero más allá del exceso y la acumulación de videollamadas,
“no hay que olvidar que las videoconferencias son un simulacro, donde somos avatares de nosotros mismos. Son una representación que nos crea la sensación de estar conectados con alguien, pero en el fondo estamos conectados con una pantalla. Y como tal representación nos perdemos muchas cosas, sobre todo la parte física”, dice Lluís Anyó, antropólogo de Blanquerna-url.
“Es lo mismo que pretender visitar París a través de Google Earth, por ejemplo. Jamás será lo mismo ver París mediante una pantalla que pasearse por sus calles. Con la comunicación pasa lo mismo”, añade este antropólogo.
Además, hay aspectos propios del funcionamiento de este tipo de servicios que nos incomodan y nos tensionan.
“La mirada es la puerta de entrada a la comunicación, y en las videollamadas no sabemos exactamente dónde mira el otro, si a nosotros, a la cámara o a un rincón. Esa mirada perdida que detectamos en el otro nos genera incomodidad”, asegura Ignasi Ivern, psicólogo y logopeda de Blanquerna-url.
“Me doy cuenta de quién está atento, quién me mira y quién no. La gente consulta al mismo tiempo Whatsapp y está pendiente de la videollamada. Nos damos cuenta y eso también agota mucho”, razona Prats. Por otro lado, “si en la vida cotidiana puedo controlar aspectos de mi presentación y adecuarlos a la situación social, con las videoconferencias aún tenemos más control sobre cómo nos mostramos y qué mostramos. Por eso todo el mundo se ponía delante de una librería, por ejemplo. Pero más control quiere decir más responsabilidad y por tanto más estrés”, añade Lluís Anyó.
Y es que en la comunicación el contexto es muy importante. En función de él, “adoptamos una apariencia o a lo mejor escogemos un lugar que no es el más adecuado, por lo que se produce una invasión de nuestra intimidad. Por eso algunas de estas plataformas permiten difuminar el fondo o poner un fondo de pantalla, para que podamos tener un control del escenario”, asegura
En una videollamada hay muchos más elementos a controlar que cuando hablamos presencialmente
Ivern. Como con toda solución tecnológica, las videollamadas no siempre funcionan bien, se producen cortes, la voz se escucha entrecortada, “lo que afecta a la inteligibilidad, y nos obliga a realizar un gran esfuerzo para mantenernos atentos”, explica este psicólogo.
En el caso de que la conexión funcione correctamente, “entonces sucede lo mismo que con las llamadas telefónicas y la gente habla más alto” –añade este psicólogo–, lo que también resulta molesto.
La comunicación tiene una serie de reglas implícitas que nos permiten saber cuándo nos toca hablar y cuándo no, normas que en las videollamadas son muy distintas y que requieren una disciplina que no todo el mundo tiene. “Cuesta mucho más que se respeten los turnos de palabra y todas esas reglas implícitas de la comunicación que nos ayudan a saber cuándo nos toca hablar y cuándo no. Cuando en una conversación no se respetan los turnos de palabra, nos molesta y nos enfadamos, nos tensionamos y, a veces, incluso desconectamos, porque baja mucho la inteligibilidad”, sostiene Ivern.
Este es el motivo por el que “este tipo de herramientas tiene mecanismos para ayudarnos, como marcar quién está hablando en cada momento”, añade el psicólogo. “Y las videoconferencias nos mantienen inmóviles ante la pantalla, mientras que las reuniones presenciales tienen interrupciones”, precisa Prats. En conjunto, “en las videoconferencias hay más elementos a controlar, lo que requiere más esfuerzo y eso es mucho más agotador”, concluye Anyó.
Por otro lado, y tal como apuntaba Miquel Ángel Prats, en ocasiones parece que hayamos perdido el control y nos hayamos sometido a cierta sobreexposición. “Hemos vivido un carrusel de pantallas infernal. Cerrábamos una videoconferencia y abríamos otra al cabo de poco rato. Nos hemos convertido en yonquis. Si el uso de pantallas ya era elevado, ahora lo ha sido más. Y cuando no han sido las videollamadas ha sido el Whatsapp”.
Y todo esto en un contexto nuevo al que no estábamos acostumbrados, el del confinamiento, “que ha afectado a nuestro ritmo circadiano. Parecía que fueran vacaciones, pero no lo eran y que hacía que si no te controlabas te fueras a dormir tarde. Pero a lo mejor tenías cosas que hacer a las 9 de la mañana”, explica Prats.
De todas formas, para este experto también ha habido cosas positivas y “hemos aprendido mucho. Mucha gente ha visto como crecían su competencias digitales, ni que fuera a marchas forzadas. Nos hemos profesionalizado, por decirlo de algún modo”.
Ahora lo que nos falta es aprender a “dar lo que es de la presencia a la presencialidad y lo que es del mundo virtual a la virtualidad”, dice Prats.
Por eso Anyó opina que “las videoconferencias nos hacen reivindicar el vivir las cosas presencialmente, la experiencia. No es lo mismo la experiencia vivida que la virtual. El componente del yo estuve ahí es un calor que hemos descubierto gracias a las videoconferencias”. Para Anyó, la conexión por vídeo nos ofrece “la pseudoexperiencia de la virtualidad, que tiene que ver con el riesgo y el confort. Es menos arriesgada y más cómoda, y por tanto el peligro es que entramos en una dinámica de confort”.
Si, como asegura Prats, es cierto que “las videollamadas han venido para quedarse”, lo que nos toca ahora es “aprender a buscar el equilibrio”.