La Vanguardia

Sadam en Wallapop

Guardo en una caja los restos de monumentos que he visto derribar, y lo fascinante es no tener claro si su lugar es una vitrina o un vertedero

- Plàcid Garcia-planas

Era como danzar sobre un poema visual.

Hace 28 veranos, corriendo por una esquina, me di cuenta de que avanzaba pisando unas letras rotas. Me detuve y miré sorprendid­o el suelo.

–No te detengas –me dijo la periodista que corría conmigo. –Pero... ¿y estas letras rotas?

–No te detengas –insistió. Abducido por el texto machacado y escampado por esa esquina, seguí quieto observando el asfalto.

–¡No te detengas! Aquí mataron al heredero de la corona austro-húngara, ya te contaré, ¡ahora salgamos de aquí! –insistió.

La realidad es infinita: 78 años después del magnicidio que provocó la Primera Guerra Mundial, que a su vez provocó una Segunda Guerra Mundial, estar quieto en esa esquina de Europa era... peligroso.

Eran letras rotas sobre letras destrozada­s sobre más letras arrancadas. Esa esquina ha ido cambiando de manos y, desde el primer monumento levantado por los austriacos a sus príncipes asesinados, todos los que han dominado Sarajevo han ido destruyend­o y construyen­do la memoria del magnicida amoldándol­a a sus intereses nacionales o ideológico­s: ¿Fue Gavrilo Princip un asesino o un libertador?

Las letras que yo pisaba en verano de 1992 eran las esculpidas por el titismo, que veía en el magnicida a un internacio­nalista casi autogestio­nario. Los musulmanes, en cambio, sólo veían al estudiante serbio que disparó en nombre de la nación que ahora les agredía, Serbia, y reventaron el monumento. Con todas sus letras y lo que las letras contienen.

Yo seguía quieto en la esquina. A lo lejos se oían tiros. Recogí el fragmento de una palabra rota y salí corriendo.

Para monumentos con la cara partida, el Irak de Sadam Husein era un festival. En Basora, con la entrada de las tropas británicas, más que un régimen cayó una inmensa selfie del rais. Había docenas de retratos de Sadam, retratos de metal, de plástico, de cerámica, de macramé. Cada uno diseñado diferente y cada uno destrozado por los chiíes a su manera: a ningún Sadam se le corría el rímel de la misma forma.

Las imágenes más elevadas resistiero­n algunos días, pocos. En una avenida, Sadam seguía mirando con sus gafas Ray-ban cómo la tropa británica pasaba por debajo de su bigote. Acabó cayendo con las Ray-ban puestas.

En una rotonda quedaba un reloj de plástico blanco con el rais silueteado en negro. La marca del reloj estaba escrita más grande que el bigote –Citizen– y todo el conjunto subrayaba lo impepinabl­e: al dictador le fascinaban las poses más sensuales de la década de los setenta. La suya fue una tiranía de pantalones de campana.

En otro punto de Basora, los chiíes habían tirado al suelo una gran imagen de Sadam pintada sobre azulejos previament­e pintarraje­ados con spray rojo. Busqué por el suelo los cuatro azulejos que formaban el bigote y los volví a juntar. A mi lado, Joaquín Luna observaba cómo reconstruí­a los labios del rais.

Siempre me ha atraído lo que derribamos: es lo que nos acaba definiendo. Es lo que acabaron haciendo los albaneses cuando la OTAN echó a los serbios de Kosovo: mirarse en el espejo de los derribos serbios.

En la bella ciudad de Prizren, durante los bombardeos aéreos, los serbios dinamitaro­n la estatua levantada a los impulsores del primer movimiento político albanés contemporá­neo –1878– e intentaron convencer al mundo de que el monumento lo había reventado un misil de la OTAN.

En la vuelta de tuerca, ante las narices de la tropa alemana de la Alianza –era la primera intervenci­ón del ejército germánico fuera de sus fronteras desde el Tercer Reich–, los albaneses echaron a patadas a toda la población serbia de Prizren y derribaron la estatua al gran zar Dushan levantada pocos años antes frente a la iglesia de San Jorge. El zar medieval que tuvo a sus pies el monte Athos, camino del contenedor.

Ahí quedaron, esparcidas por el asfalto, las hermosas letras cirílicas fundidas en cobre que escribían el pedestal del zar abatido.

En mi atracción fatal por todo lo que se rompe, recogí del suelo y me llevé a casa la piedra de Sarajevo, las letras de Prizren y el bigote de Basora. Lo guardo en una caja y no sé qué hacer con esta materia, hoy fatigada, que un día llenaba las portadas de los diarios.

Es lo fascinante, y a la vez inquietant­e, de estos símbolos rotos: el no saber exactament­e si su lugar es una vitrina o un vertedero. O Wallapop.

Siempre me han atraído las estatuas que derribamos: nos acaban definiendo

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LV Cuatro de los azulejos de un monumento a Sadam derribado en Basora
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