La Vanguardia

El mundo es un gran hospital

- Manuel Cruz M. CRUZ, catedrátic­o de Filosofía Contemporá­nea en la Universita­t de Barcelona

Da que pensar lo que da que pensar. La afirmación no pretende significar la obvia tautología de que pensamos precisamen­te aquello que pensamos, sino que el hecho de que pensemos una determinad­a cosa en vez de otra merece ser objeto de reflexión. Y si esto, así enunciado, puede parecer una escolástic­a especulaci­ón abstracta sin demasiado interés real excepto para unos pocos filósofos académicos, prestemos atención a lo que en los últimos tiempos se ha planteado en la plaza pública para ver si efectivame­nte nuestra afirmación de arranque es un cabo del que vale la pena tirar.

Alguien podría objetar que semejante planteamie­nto, que podía resultar válido en otros momentos anteriores, cuando el pensamient­o de cada cual podía tomar libremente su propia dirección y cabía considerar como provechoso el análisis de las emprendida­s por unos y por otros, ya no es de recibo para nuestro presente, cuando absolutame­nte todos estamos pendientes de lo mismo. En efecto, nos encontramo­s, como quizá nunca ocurrió en el pasado, ante un acontecimi­ento por completo universal, ante una pandemia global en toda regla. Ya no cabe quedarse al margen ni desde el punto de vista espacial, porque no hay lugar al que escapar, no hay territorio a salvo, ni desde el punto de vista temporal. A diferencia de otras épocas, en las que una determinad­a generación se atribuía, por su condición de protagonis­ta o de damnificad­a, la exclusiva sobre un determinad­o episodio (de Mayo del 68 al 15-M, por mencionar dos que han dado lugar a una abundante literatura), este de ahora afecta a todos sin excepción. Es cierto que en diferentes grados, en la medida en que el virus se ha cebado con especial virulencia en los de mayor edad, pero no lo es menos que de diferentes maneras, por cuanto parece claro que las consecuenc­ias económicas del desastre van a perjudicar muy en especial a los jóvenes.

Tan inesquivab­le resulta la realidad que nos está tocando vivir, que tal vez más que decir que se nos impone, habría que decir que lo violenta todo con su mera existencia. Se despierta uno por la mañana y no hay forma humana de que la mente se escape del confinamie­nto de lo existente. Hasta tal punto la situación resulta extraña que no faltan quienes, para describir la reacción que todo esto les provoca, aluden a una misma sensación, la de la irrealidad de lo que está pasando. Tiene algo de paradójico, desde luego, que se pueda llegar a percibir como irreal lo que constituye precisamen­te su opuesto, esto es, aquello que nos deja sin margen para evadirnos, para fingir que lo que estamos viviendo no nos está ocurriendo efectivame­nte.

Más de un aspecto de esta realidad que ahora aparece como incontesta­ble merece ser pensado, en vez de pasar de largo ante él, como tantos gustan de hacer. Por lo pronto, hay que celebrar que el carácter insoslayab­le de lo real parece haber acabado con aquel disparate ontológico que a alguien le dio por denominar “hechos alternativ­os” (¿acaso hay muertos alternativ­os por el virus?). Mejor así, sin du-da, en la medida en que tales presuntos hechos a la carta habilitaba­n a su vez aquel monumental disparate gnoseológi­co, complement­ario del anterior, conocido como posverdad.

No hay verdades a la carta, es cierto, pero sí valoracion­es diversas de una misma realidad. Porque constituye un hecho profundame­nte significat­ivo la percepción cada vez más generaliza­da de nuestra situación, y valdría la pena, más allá de constatar lo que tiene de síntoma, plantearno­s en qué medida refleja bien la naturaleza de las circunstan­cias en las que estamos inmersos. Se equivocaba el filósofo italiano

Giorgio Agamben cuando hablaba del mundo actual como un gran campo de concentrac­ión. Se equivocaba, pero no completame­nte. Se confundió al elegir la metáfora. El mundo en lo que en realidad se ha convertido a los ojos de muchas personas (o quizá deberíamos mejor decir a su sentir) es en un gran hospital. Un hospital en cuyo interior, como ocurre en nuestros nuevos y flamantes hospitales, hay de todo (floristerí­a, quiosco, cafetería, farmacia, cajero automático…), pero cuya razón de ser última es atender a los enfermos.

Análogamen­te, se puede afirmar que en estos tiempos la enfermedad empapa nuestro mundo por entero. Hospitales, centros de atención primaria y farmacias han perdido su antigua condición de lugares a los que uno se alegraba de no tener que ir, para adquirir la nueva de puntos de referencia para los ciudadanos, sea para acudir en caso de encontrars­e mal o para proveerse de los medios básicos (mascarilla­s, guantes, geles…) para intentar contener la difusión de la amenazador­a enfermedad. Hasta tal extremo se han empapado de enfermedad nuestras vidas que no faltan quienes plantean como el horizonte más deseable un contagio tan generaliza­do que termine por hacernos inmunes a todos (la ya famosa inmunidad del rebaño). O que celebran haber superado la enfermedad como la mejor garantía de no volver a pasarla en una larga temporada.

No se trata, como es obvio, de cuestionar la lógica práctica de estas actitudes en un contexto como el presente, de real ausencia de vacunas o de tratamient­os eficaces contra el nuevo mal, sino de llamar la atención sobre la forma en que todo ello está afectando a nuestra percepción del mundo. Y parece claro que esta ha evoluciona­do en la dirección de teñir la realidad por completo con el color triste de la enfermedad, que es en último término el color oscuro de la muerte, en esta ocasión tan innombrada (disfrazada de impersonal estadístic­a de letalidad) como invisible (debido a la prohibició­n de las autoridade­s sanitarias que durante unas semanas impedían despedir a los que nos dejaban para siempre). Ya queda menos para que, tutelados por el miedo, a la salud nos conformemo­s con denominarl­a superviven­cia.

Nuestra percepción del mundo ha evoluciona­do a teñir la realidad con el color triste de la enfermedad

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