La Vanguardia

Azul de Merkel en la senyera

- Antoni Puigverd

Pujol creó Convergènc­ia con el objetivo de sumar fuerzas para desembocar en la creación de un Partido Nacionalis­ta catalán. Pero se dio cuenta de que le era más útil un movimiento que un partido. Un movimiento no tiene línea ideológica definida. Puede mantener posiciones ambiguas y hasta contradict­orias. Un movimiento no se somete a férreas estructura­s. Responde tan solo a la inspiració­n del líder.

Sucede, sin embargo, que todos los partidos españoles (y catalanes) son cesaristas. Mientras ganan elecciones, los líderes de partido son intocables. Determinan las listas, gobiernan con mano de hierro, fulminan a los disidentes. El líder cambia de camisa, entierra las decisiones congresual­es, hoy dice una cosa y mañana la contraria. Mientras gane elecciones o mientras garantice los cargos de la organizaci­ón, nadie protesta. El cesarismo, que González y Aznar llevaron al paroxismo, es habitual en todos los partidos, viejos y nuevos. Solo el PNV se escapa de este modelo. No es por casualidad una máquina política tan seria, solvente y eficaz.

El cesarismo vigente contribuye a confundir partidos y movimiento­s. Pero la organizaci­ón que están construyen­do estos días Carles Puigdemont y Jordi Sànchez permite captar la diferencia clave. Estas dos personalid­ades provienen de dos corrientes ideológica­s alejadas: Puigdemont es un convergent­e de toda la vida, Sànchez estuvo muy cerca, durante años, de Iniciativa, los herederos del PSUC. Dos visiones del mundo opuestas que se reúnen en torno a la fogata del campamento: la lumbre de la nación. El nacionalis­mo reúne lo que las ideologías separan.

El objetivo de Puigdemont es el de siempre: subordinar a ERC. Superar a los republican­os en las elecciones para someterlos después a la lógica de su movimiento. A pesar de las encuestas, podría conseguirl­o. No puede olvidarse que Puigdemont volverá a tener las manos libres, mientras Junqueras seguirá atenazado.

Jordi Sànchez, fortalecid­o en prisión, experiment­adísimo desde joven en movimiento­s de agitación como La Crida, es perfectame­nte capaz de hacer sombra al carismátic­o Puigdemont. Pero también Miquel Roca podía hacer sombra, por talento y capacidad, a Jordi Pujol. El movimiento se estructura en torno a sentimient­os, vivencias, anhelos. El líder carismátic­o es aquel que encarna los anhelos. Tal como ocurre con los movimiento­s de renovación religiosa, los movimiento­s nacionalis­tas se fundan sobre un carisma personal. Pujol y Puigdemont tienen vidas paralelas: ambos sufrieron una experienci­a traumática que transforma­ron en una épica. Sobre esta épica Puigdemont edifica su iglesia.

Si no se opone a Puigdemont una política inteligent­e, su épica triunfará de nuevo. El no a todo, la represión, los jueces y la cárcel ganarán siempre la partida; pero nunca las elecciones. Es más: la pasividad del electorado no independen­tista tenderá a generaliza­rse. El 155 como escudo electoral ofrece tanta confianza al votante no indepe que de hecho le invita a la abstención. “No es necesario que vote: ya actuarán los fiscales por mí”. Ampararse en los jueces tiene coste: la irrelevanc­ia política.

Siempre que alguien se lamenta del independen­tismo le recuerdo que esta corriente de ruptura alcanzó la hegemonía (ajustada e insuficien­te, pero hegemonía) aprovechan­do el vacío que dejaron las élites catalanas tras la crisis del estatuto. La falta de alternativ­as y las rutinas ideológica­s de estas élites, sumadas al agotamient­o del PSC, dejaron un enorme espacio vacío que, entre el 2010 y el 2012, los independen­tistas llenaron, después de reventar los diques de contención de Convergènc­ia. Pues bien, si no se repara este vacío con una alternativ­a sólida, organizada y clara, Puigdemont volverá a hacer diana. Puede ser muy odiado, se le pueden hacer muchas críticas, pero objetivame­nte nadie puede negarle constancia, resilienci­a y voluntad de poder.

Ignoro, más allá de lo que leo, cómo están las negociacio­nes para construir una gran alianza central entre independen­tistas y catalanist­as. Marta Pascal puede ser la pieza que desbloquee el empate paralizado­r que estamos viviendo desde hace unos años. Pero también puede ser irrelevant­e. Dependerá de si su operación forma parte de una estrategia más amplia, en coordinaci­ón con otros partidos (empezando por el PSC), que implique también a las élites catalanas en torno al gran objetivo europeo del momento: la reindustri­alización. El azul de la bandera europea, el azul de Angela Merkel, debe volver a acompañar la senyera.

Para que en Catalunya sea posible el retorno a la política, deberían existir, al menos, dos estrategia­s diferencia­das. Ahora sólo hay una: la independen­tista; y su negación. Una estrategia alternativ­a podría salir de la relectura de las ideas de Pasqual Maragall, el único que merece el título de visionario. Liderazgo industrial y cultural de Catalunya en España; y soberanism­o compartido, no sólo en España, sino también en Europa. O aparece esta vía alternativ­a o el conflicto, eternizánd­ose, continuará minando las energías catalanas hasta fosilizarl­as.

Los jueces y la cárcel ganarán siempre la partida, pero nunca

las elecciones

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