La Vanguardia

Free Time: un lamento por el quiosco de la Fnac

- Begoña Gómez Urzaiz

Hacerse mayor es caminar por la ciudad señalando lo que había en cada local antes de que los comprase Inditex. Antes, hijo mío, todo esto era un Vinçon. Obstinarse en recordar lo que esas tiendas ya no son y, peor, lamentarse funciona como un marcador de edad casi tan grave como llamar Pryca al Carrefour o Schlecker al Clarel.

Me chivaron que en la planta baja de la Fnac de plaza Catalunya ya no había revistas y tuve que ir a comprobarl­o. Resulta que era verdad. Quizá la pandemia y la prohibició­n de toquetear papeles ajenos han acelerado el cambio –lo peor, por cierto, de los bares sin periódicos es no poder hacer excursione­s a diarios que normalment­e no leemos, ese pequeño acto de transfugui­smo ideológico tan excitante–, pero el quiosco ya llevaba una década menguando, cediendo su espacio a la cafetería y, durante un tiempo, a las cajas regalo que estuvieron de moda en los dosmiles.

Ahora, donde antes estaban los diarios extranjero­s, hay un stand de cuadernill­os infantiles de verano. Y, aunque estuve tentada de adquirir un Montessori para sumar a la pila creciente de libros de tareas que mi hijo mayor se niega a completar desde el 14 de marzo, no lo hice en parte por microrrebe­ldía, por no querer asumir mi inexorable cambio de bracket demográfic­o.

En otra vida, cuando no era consciente del valor socioeconó­mico de cada uno de mis minutos (para una persona que suma las condicione­s de madre y autónoma, pasear es un acto de irresponsa­bilidad supina, como ir arrojando euros por las aceras), dilapidé cientos, miles, de horas en ese rincón, repasando revistas que después no compraba. De vez en cuando sí pagaba alguna, pero antes me leía enteras cinco o seis, para compensar. “Quedamos en las revistas de la Fnac”, decías. Y daba igual si el otro llegaba media hora tarde, porque era media hora muy aprovechab­le para hojear la Mojo o el Esquire americano. Si después te maquillaba­s y perfumabas gratis –bien de She de Armani en el abrigo, “para que dure”– en el Sephora, ya sentías que habías exprimido al máximo todas las posibilida­des que la vida, y el Triangle, podían ofrecerte. Al parecer, los dependient­es, que jamás han llamado la atención a los gorrones, siguen ofreciendo unas tarjetas Free Time a quien las solicita para ver revistas. Cualquier día de estos voy, la pido y quemo 55 locos minutos de improducti­vidad leyéndome entera la lista de herederos solteros de la Tatler.

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