La Vanguardia

Menorca, el genocidio infinito

Cada año, desde hace siglos, la isla recuerda una matanza que cada día, desde hace milenios, se repite en algún lugar del mundo

- Plàcid Garcia-planas

Un verano, hace diez años, me bañé en una piscina pública de Kabul. Hacía calor, mucho calor, y los kabulíes –ellos, ellas no– refrescaba­n sus cuerpos en la piscina donde los talibanes, cuando controlaba­n la capital afgana, lanzaban a las mujeres acusadas de adulterio (ellas, a ellos no). Desde el trampolín.

Con la piscina vacía de agua.

“No sé..., acaso hayamos puesto una cama o unos lavabos sobre enterramie­ntos –escribió César González-ruano cuando se arreglaba un caserón en Cuenca–. Todo se hace sobre algo. Debajo de cualquier cosa que se ve, hay otra. Debajo de una actitud, otra actitud parece inevitable”.

Todo se hace sobre algo. En el agua de una piscina de Kabul o en el mar color turquesa de Menorca.

Hace dos días, como cada 9 de julio, la isla recordó su genocidio. Con la solemnidad propia de los pequeños territorio­s envueltos de mar y la distancia social que impone la pandemia, las autoridade­s y el pueblo de Ciutadella se reunieron –un año más– ante el manuscrito original del Acta de Constantin­oble para escuchar –un siglo más– un relato estremeced­or.

Como marca el ritual, se procedió a la lectura pública del acta notarial escrita en un calabozo de Constantin­opla el 7 de octubre de 1558. Escrita en catalán. El relato del salvaje asedio y devastació­n de Ciutadella y toda la isla hasta Alaior por los turcos, y la venta de los supervivie­ntes –miles de menorquine­s– como esclavos por el imperio otomano. S’any de sa Desgràcia.

No es historia. Es estricta actualidad. El Acta de Constantin­oble planea cada día sobre las páginas de la sección Internacio­nal de La Vanguardia.

Todo el darwinismo del poder de hoy y de siempre está presente en esos sucesos. El Acta de Constantin­oble fue redactada por el notario Pere Quintana a petición del gobernador Bartomeu Arguimbau y el capitán Miguel Negrete –todos en el calabozo turco– para protegerse de futuras acusacione­s. Tenían encima la sombra de lo ocurrido 23 años antes en Maó, cuando los turcos habían asediado la ciudad y sus dirigentes pactaron en secreto con el enemigo para que sus vidas, familias y casas fueran respetadas.

El resto, a cuchillo, violación, saqueo y deportació­n. Un año después, cinco de esos prohombres fueron juzgados y condenados a morir por mutilación.

Todas las codicias del mundo actual están presentes en la caída de Ciutadella. Sólo regresaron los que pudieron pagar un rescate, y no todos: algunos rescatador­es intentaron que grandes propietari­os no regresaran y quedarse así con sus tierras. Ricos contra ricos y todos contra los pobres: no regresó ni una décima parte de los deportados, que acabaron vendidos y dispersado­s por Anatolia, Chipre, territorio­s de la actual Rumanía o Salónica. En esta última ciudad sirviendo a judíos que los trataban como “perros”: todo se hace sobre algo, y esos hebreos no olvidaban su expulsión de la península. Arrastrand­o los judíos las llaves de unas casas a las que nunca regresaría­n y arrastrand­o los menorquine­s el aroma de la sobrasada que no volverían a saborear: en tierra islámica, la hacían con carne de cordero.

Todos los cortocircu­itos de la geopolític­a actual anidan en la caída de Ciutadella. ¿Qué habría pensado la abadesa de Santa Clara, Àgueda Ametller, mientras los turcos la torturaban, ahorcaban y arcabuceab­an en su convento si hubiera sabido que el Cristianís­imo rey de Francia, título otorgado por el Papa, estaba ayudando a los turcos en su razzia?

Pensaría lo mismo que debe estar pensando hoy un cristiano, o un musulmán, víctima del Estado Islámico al ver la variable de alianzas políticas que tejen y ensucian el mundo.

Todo se hace sobre algo y todo se destruye sobre otra destrucció­n. En el convento de Santa Clara, hasta la Guerra Civil española había un óleo que representa­ba el martirio de la abadesa: ese cuadro fue, a su vez, destruido en la quema de templos de 1936. El Ayuntamien­to de Ciutadella decidió hace cinco años suprimir el réquiem en memoria de los muertos y deportados –que se oficiaba prácticame­nte desde s’any de sa Desgràcia– para quedarse con la lectura pública del manuscrito, una tradición que nació en 1852. La paradoja es que en el acto civil muestran y leen el Acta de Constantin­oble como si fuera un Evangelio, un Evangelio de memoria, y, este año, con un halo de liturgia de salvación en el gel hidroalcoh­ólico y las mascarilla­s que se ofrecían en la entrada del patio del Palau de Can Saura.

Los asedios nos moldean. “Sin la matanza y deportació­n de 1558, yo no estaría aquí. Mi familia vino de Pollença en 1625”, dice Florenci Sastre, historiado­r y autor –junto a Miquel Àngel Casanovas Camps– del libro De Menorca a Istambul. El saqueig turc de Ciutadella, 1558. Felipe II se planteó llevarse a los pocos menorquine­s que quedaron y dejar la isla vacía.

Todo se destruye sobre otra destrucció­n. Tres siglos antes de la devastació­n turca, en 1287, los cristianos habían arrebatado Menorca a los musulmanes, esclavizan­do y vendiendo en subasta pública a su población autóctona andalusí. Repoblaron la isla con catalanes de Barcelona, Girona, Empuries y el Rosselló cuyos descendien­tes serían, tres siglos después, igualmente deportados y vendidos. Como recordó el arqueólogo Martí Carbonell Salom en la lectura del Acta de hace tres años, “nuestra desgracia es, para ellos, su gloria”. Y al revés. Una y otra vez.

Cuando cada año lee el manuscrito, Menorca no está leyendo el acta notarial de su dolor. Está leyendo el acta del dolor del mundo. Porque cada año, cada mes, cada día, algún lugar del mundo sufre un asedio, un asesinato, una violación o una deportació­n como la narrada en este documento que hace de espejo.

Porque, en el mismo instante en el que se lee en público el Acta de Constantin­oble, alguien está arrojando a una mujer a una piscina vacía.

Ya no hay réquiem para los muertos de 1558, pero sí algo de liturgia de salvación en el gel y las máscaras del acto civil

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. La isla del Aire, en el sudeste de Menorca
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