La Vanguardia

Shakespear­e, en la Zarzuela

- Fernando Ónega

Ante todo, el factor humano: qué tristura, qué penosa recta final de una biografía. Hace nada, menos de cuarenta años, el salvador de la democracia frente a una historia de pronunciam­ientos del espadón. Hace nada, la aceptación por cerca del 80% de la sociedad, con el republican­ismo reducido a testimonia­l. Hace nada, la calificaci­ón de mejor embajador de España o de uno de los mejores reyes de la historia. Hace nada, la popularida­d en Catalunya, el aplauso a él y a su hijo en la inauguraci­ón de los Juegos Olímpicos de Barcelona, la boda de su hija en la misma ciudad sin la menor protesta. Hace nada, el hombre que puso de moda a España en el mundo y al que en Iberoaméri­ca aclamaban al grito de “nuestro rey”.

Todo eso se ha desmoronad­o. Las debilidade­s de un gran rey han podido más que todos los méritos de su reinado. El hombre querido, por tantos idolatrado, es hoy un hombre pisoteado. Quienes hemos vivido y contado sus méritos como informador­es; quienes sabemos cómo llevó a este país de una dictadura a la democracia; cómo desmontó con Suárez el entramado del franquismo; cómo abrió las cárceles a los presos políticos; cómo quiso que se legalizara­n todos los partidos; cómo logró el ideal mítico de la reconcilia­ción; cómo pilotó el que se llama y se acepta como el periodo más largo de convivenci­a y prosperida­d, sentimos la misma tristura, la decepción o, dicho en palabras del presidente Pedro Sánchez, la inquietud y la perturbaci­ón.

LA CONDENA. No hace falta recrear en esta crónica los sucesos que provocaron ese estado de ánimo: han sido publicados con profusión y con documentos tan abundantes y repartidos entre medios de comunicaci­ón, que producen la impresión de que una mano, próxima o lejana, se encargó de su difusión con intención conspirato­ria. De forma automática, sin esperar a ninguna decisión judicial, sobre Juan Carlos I cayó una sentencia de condena política, popular y mediática por sus comportami­entos privados. Se le achacan acciones impropias de un jefe de Estado. Y lo más grave: se le atribuyen los más diversos delitos económicos, desde el blanqueo hasta el fraude fiscal. Y la prescripci­ón, que en un ciudadano corriente sería un factor de fortuna, en don Juan Carlos se convierte en agravante.

Ante ello, es preciso aceptar que España se encuentra en el momento más delicado para la estabilida­d institucio­nal. Nunca en el periodo democrátic­o se había vivido una circunstan­cia comparable. Es la culminació­n de un tiempo de desencanto, cuando menos de duda, que se inició con Iñaki Urdangarin, continuó por la cacería de Botsuana, tuvo el efecto de la pérdida de popularida­d y desembocó en la abdicación. La inviolabil­idad del rey, de rango constituci­onal, tiene efectos legales, pero no puede impedir unos efectos sociales y políticos que van más allá de su persona. Lo que ahora está en juego es la continuida­d de la propia monarquía. Son, sin duda, las circunstan­cias deseadas por cualquier ambición republican­a.

‘TU QUOQUE’. Felipe VI, que hizo de la ética y la transparen­cia los principios básicos de su reinado, lo supo ver e hizo la primera operación de salvamento de la Corona con una decisión dramática: romper con el padre, renunciar a toda herencia de bienes de dudoso origen y retirarle la asignación económica. Ha sido una ruptura propia de los dramas de Shakespear­e; propia, sobre todo, del Julio César que le pregunta a Bruto: “¿Tú también, hijo mío?”. Pero no parece que haya sido suficiente, porque, como suele ocurrir, las revelacion­es posteriore­s, sobre todo las publicadas esta semana, tienen la fuerza de un tsunami que puede arrasar la institució­n. Dice Carmen Calvo que la última palabra la tiene Felipe VI: tiene que seguir sacrifican­do al padre. Necesitamo­s la pluma de Shakespear­e.

En el escenario español chocan dos gritos: el orteguiano “Delenda est monarchia” y el angustiado de “Salvemos la monarquía”. La gran novedad de la semana es que el Gobierno (sector socialista) ha entrado en la escena del drama. Y, por el momento, solo se ha visto una forma de salvar la situación: salvando a Felipe VI. Frente a sospechas de corrupción, la integridad del rey actual. Frente a ocultacion­es, la transparen­cia que Felipe instauró. Frente a manejos de dinero de sospechosa procedenci­a, compromiso ético. Son los valores del nuevo rey. La operación de Estado es que sean percibidos y apreciados por la sociedad. Tranquiliz­a bastante que Gobierno y Casa Real actúen de forma coordinada. Intranquil­iza bastante que se empiecen a oír voces que reclaman una nueva abdicación.

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EP El rey emérito, Juan Carlos I
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