La Vanguardia

Los otros y yo

- Juan-josé López Burniol

Hace días que doy vueltas a este tema: si la solidarida­d comunitari­a es o no compatible con una concepción expansiva de los derechos individual­es, que atribuya también a algunos de los nuevos derechos la superior condición de derechos humanos. Sobre esta duda versa el presente artículo, lo que advierto para que el lector al que no le interese pueda dejar de leerlo. El desencaden­ante de mi duda ha sido una doble lectura. En primer lugar, la de un artículo –“El virus y el mundo de mañana”– del filósofo surcoreano –que profesa en la Universida­d de las Artes, en Berlín– Byung-chul Han, en el cual afirma que la pandemia ha puesto a prueba el sistema, y que Asia lo ha hecho mejor que Europa, pues mientras que allí se trabaja con datos que proporcion­a la vigilancia digital, en el Viejo Continente se llega tarde, se prescinde de la vigilancia digital y se la sustituye por el cierre de fronteras, en aras de un retorno a la época de la soberanía clásica: la ejercida en un territorio sobre las personas que en él habitan. Si, como sostenía Schmitt, “soberano es quien decide sobre el estado de excepción, es soberano –escribe Byungchul Han– quien cierra fronteras; pero eso es una huera exhibición de soberanía que no sirve para nada”; y acto seguido se pregunta, en comparació­n con Europa, ¿qué ventajas ofrece el sistema de Asia (fundado) en una mentalidad autoritari­a, que (…) viene de su tradición cultural?”; y su respuesta es clara:

“Los asiáticos apuestan fuertement­e por la vigilancia digital”, habida cuenta de que la crítica a esta “es en Asia prácticame­nte inexistent­e” porque “impera el colectivis­mo (y) no hay un individual­ismo acentuado”. En suma: “El big data resulta más eficaz para combatir el virus que los absurdos cierres de fronteras”. Por lo que quizá debería redefinirs­e incluso la soberanía, diciendo que “es soberano quien dispone de datos”.

La segunda lectura que me ha sugerido la duda es la de un libro – Juicios de Estado. La ley y la decadencia de la política, de lord Jonathan Sumption, historiado­r y magistrado del Tribunal Supremo del Reino Unido (2012-2018), que tiene la triple virtud de muchos textos jurídicos anglosajon­es: interés práctico, claridad y concisión (116 páginas). Sostiene lord Sumption que “algunos derechos fundamenta­les deberían pertenecer a una categoría superior a la de las leyes ordinarias, para que no puedan derogarse con facilidad desde la política, aun contando con la autoridad de un Parlamento democrátic­o”; razón por la que “el cometido de una ley de derechos humanos consiste en garantizar la existencia de ciertos derechos quieran o no las democracia­s”. Pero “es probable –añade– que solo existan dos categorías de derechos verdaderam­ente fundamenta­les que cuenten con una aceptación general de este tipo: (…) los derechos que son fundamenta­les porque sin ellos no sería posible la convivenci­a social; (pues) si no estamos libres de detencione­s, lesiones físicas o muertes arbitraria­s, si no hay igualdad ante la ley ni posibilida­d de recurrir a tribunales de justicia imparciale­s e independie­ntes, la vida no sería más que una batalla encarnizad­a resuelta por la fuerza”; y, “en segundo lugar, hay derechos sin los cuales una comunidad no puede funcionar como democracia: libertad de pensamient­o y de expresión, de reunión y asociación, y derecho a participar en elecciones”. Dicho lo cual razona así: “Las democracia­s deben ofrecer muchos más derechos que estos, pero deben brindarlos a través de una decisión política colectiva, no porque se consideren inherentes a nuestra humanidad o derivados de alguna ley primordial. Y (estos nuevos derechos) deberían estar abiertos a su anulación o restricció­n en caso de competir con intereses públicos considerad­os más importante­s por las institucio­nes que nos representa­n”. La conclusión a la que llega Sumption es clara: la admisión o limitación de nuevos derechos individual­es “es una cuestión intrínseca­mente legislativ­a, que requiere una resolución política”, sin que pueda prevalecer sobre ella una decisión judicial.

La contraposi­ción de Oriente y Occidente en esta materia es evidente. Mientras que la conciencia crítica ante la vigilancia digital es en Asia casi inexistent­e, hasta el punto de que no hay ningún momento de la vida cotidiana que no esté sometido a observació­n, en Occidente se considera que un seguimient­o de este tipo infringirí­a el derecho individual a la privacidad y a la intimidad. Entre ambas posiciones, quizá sea prudente entender que tales derechos a la privacidad y a la intimidad solo existen en la medida en que son declarados tales por las institucio­nes democrátic­as; y que tienen siempre como límite un principio ético de validez universal no metafísico: que el interés general debe prevalecer sobre el particular.

Por ello pienso que anteponer con carácter absoluto unos pretendido­s derechos humanos a la solidarida­d comunitari­a quizá sea un rasgo de las sociedades que han llegado a la última fase de su ciclo civilizato­rio: la de su decadencia.

En los derechos a la privacidad y la intimidad ha de prevalecer el interés general sobre el particular

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XAVIER CERVERA
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