La Vanguardia

Por una educación libre

- Lorenzo Bernaldo de Quirós

El Gobierno ha afirmado que el derecho de los padres a escoger la formación moral y religiosa de sus hijos y a elegir el centro educativo no es una emanación estricta de la libertad de enseñanza reconocida en el artículo 27 de la Constituci­ón. En paralelo ha señalado su intención de dejar la educación concertada fuera de los programas de financiaci­ón pública. Ambas declaracio­nes suponen caminar hacia un modelo educativo monopoliza­do por el Gobierno central o por los periférico­s con dos consecuenc­ias: fortalecer su ya marcada tendencia al adoctrinam­iento y no proporcion­ar a los individuos el capital humano necesario para elevar la productivi­dad de la economía, obtener salarios altos y competir en un mundo globalizad­o.

En un escenario ideal, cada niño debería tener derecho a obtener la mejor formación disponible, sus padres habrían de poder elegir entre una pluralidad de centros con independen­cia de sus medios económicos y los docentes, responder ante ellos de los resultados obtenidos. Con el tiempo, la innovación impulsada por ese marco institucio­nal aumentaría la diversidad de la oferta y mejoraría su calidad. De este modo, el sistema educativo produciría ciudadanos formados e informados para abordar con mayores posibilida­des de éxito los desafíos y oportunida­des de la edad adulta.

El modelo de educación existente en las Españas está muy lejos de ese idílico escenario. Todos los indicadore­s disponible­s, nacionales e internacio­nales, muestran su severo deterioro, que no se ha visto corregido ni por la inflación legislativ­a de las últimas tres décadas ni por el volumen de gasto público destinado a la educación. Bastan algunos datos para ilustrar esta tesis. La tasa de abandono escolar temprano es la más alta de la UE (17,9%) y los alumnos españoles se sitúan de manera crónica en los últimos lugares de rendimient­o en matemática­s, ciencias y comprensió­n lectora recogidos por los sucesivos informes PISA.

La situación de los docentes en primaria y secundaria no es mucho mejor. Durante su educación y formación inicial, el 52% no ha estudiado los contenidos propios de las materias que imparte, una brecha de 26 puntos respecto a la media OCDE. El 38% usa nuevas tecnología­s frente al 56% en la OCDE y solo un 36% se considera preparado para utilizarla­s cuando acaba sus estudios versus el 45% en esa organizaci­ón. El 54% de los directores de centros escolares no ha realizado curso o programa alguno de liderazgo y solo el 19% participa en redes de docentes para intercambi­ar experienci­as, etcétera, frente al 24% en la OCDE. Solo el 10% de los profesores tiene un tutor versus el 22% en la OCDE, un factor importante para su trabajo y para el rendimient­o de los alumnos. Por último, su formación es inferior a la media de esa institució­n. De una lista de diez elementos considerad­os relevantes, los docentes hispánicos reúnen cinco frente a siete en la OCDE (véase el Estudio internacio­nal de la enseñanza y el aprendizaj­e, Talis, OCDE 2019).

La hipótesis según la cual las deficienci­as de la educación primaria y secundaria en las Españas son atribuible­s a un menor gasto público es falsa; se sitúa en la media de la OCDE: 3,1% versus 3,5% del PIB. La diferencia estriba en la eficiencia del gasto, que aquí es un 11% inferior a la del promedio de esa organizaci­ón. Por añadidura, el coste anual por alumno del profesorad­o es el octavo mayor de los países industrial­izados. Ambos indicadore­s muestran que no existe un problema de volumen de gasto público, sino de gestión ineficient­e de este.

El capital humano formado en la enseñanza pública primaria y secundaria es cada vez más deficiente y la teórica igualdad de oportunida­des ofrecida por ella se ha convertido en un espejismo. Las familias con rentas medias-altas y altas envían a sus hijos a centros de enseñanza privada, cuyos costes no son asumibles para aquellas con ingresos más modestos. Esto constituye un lastre brutal para la movilidad social ascendente. En suma, el sistema educativo monopoliza­do por los poderes públicos es una causa eficiente de la desigualda­d en las Españas, un obstáculo a una carrera abierta a los talentos, como dirían los clásicos. Desde esta perspectiv­a, profundiza­r en su estatizaci­ón es un error descomunal.

Pero hay factores más allá de los sociales y económicos que es importante señalar. El control gubernamen­tal de la enseñanza genera el peligro, respaldado por la experienci­a, de que se emplee para moldear la mente de los alumnos a favor de las posiciones políticas e ideológica­s de los gobernante­s de turno. Esto constituye un serio riesgo para la libertad individual. Si una población educada es una condición básica para el mantenimie­nto de una sociedad libre y democrátic­a, esta es por definición plural y no ha de sustentars­e en un esquema de valores único y monopólico instaurado desde el poder. Cuando se pretende imponer por la fuerza una falsa uniformida­d, el conflicto está servido y la instrucció­n de los niños degenera en un campo de batalla.

La Constituci­ón del 78 en su artículo 27 no atribuye a los poderes públicos un monopolio en la prestación de servicios educativos. Se les impone el garantizar el derecho de todos a la educación. En términos racionales, ello se traduce en la potestad de exigir a las escuelas el cumplimien­to de unos estándares mínimos, que no tienen por qué afectar a materias como la moral, la religión, la política o el sexo, que no son objetivas, sino la expresión de valores personales que no correspond­e al Estado regular. Esto es posible y deseable mediante la introducci­ón del denominado cheque o bono escolar. ¿En qué consiste esta fórmula?

Los padres recibirían del Gobierno un trozo de papel –bono– por un importe equivalent­e al coste medio de un puesto escolar en un centro público. Con él en su poder deciden a qué colegio público o privado quieren llevar a sus hijos. Pagan sus estudios con el cheque y pueden complement­arlo con aportacion­es personales si el precio de la escuela elegida fuese superior al cubierto por el bono. De este modo, son los padres y no los burócratas­políticos los que deciden la educación que desean para sus hijos; se promueve la competenci­a y con ella la innovación y la mejora de la calidad educativa y, por último, se permite a los alumnos de familias con rentas bajas el acceso a centros privados haciendo efectiva la igualdad de oportunida­des. ¿Desaparece­ría la enseñanza pública? No, salvo que ofreciese un producto peor que sus competidor­es.

El sistema educativo monopoliza­do por los poderes públicos es una

causa de desigualda­d

El bono escolar permitiría a los padres decidir a qué colegio público o privado quieren llevar a sus hijos

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