La Vanguardia

Montañas

- Arturo San Agustín

Cuenta una leyenda antigua, de origen incierto, que en los tiempos medievales el hijo de un buhonero, harto de carros y bueyes, decidió ascender a una montaña. Su padre, devoto de esos libros tenidos por sagrados, le había obligado a leer algunos de ellos y nuestro hombre acabó fascinado con los profetas.

La montaña a la que ascendió era solo una colina. No era, pues, la montaña que todo auténtico profeta se merece, pero así es la vida. Tocado con un sombrero de ala ancha, cubierto con una capa y acarreando unas pequeñas alforjas, tuvo que hacer poco esfuerzo físico para llegar hasta su cumbre. Y sentado en la misma volvió a su obsesión favorita: las montañas y los profetas que las habitaron o utilizaron. Pensó, por ejemplo, en Moisés y el monte Horeb. La palabra Sinaí le fascinaba. No estaba muy seguro de que a Moisés se le considerar­a un profeta, pero eso, en aquellos momentos, carecía de importanci­a. Su verdadero objetivo vital, que por supuesto nunca reconoció, era lograr que su nombre fuera recordado como el del personaje bíblico.

De pronto, el hijo del buhonero, que era tan astuto como su padre, observó las ruinas de una ermita en la que había vivido un fraile de grandes barbas, aficionado a las artes adivinator­ias y al vino. Y fue entonces cuando decidió que tenía que ser protagonis­ta de una iluminació­n. Las mejores iluminacio­nes son las que uno se inventa porque las verdaderas son muy escasas. Mintiéndos­e, pues, a sí mismo, maquinó

Las mejores iluminacio­nes son las que uno se inventa porque las verdaderas son muy escasas

varias acciones. Una de ellas, anunciar un nuevo tiempo. Y, a diferencia de otros profetas, casi siempre catastrofi­stas, él sería optimista y se implicaría totalmente en el asunto. En ese nuevo tiempo, el condado donde él habitaba se convertirí­a en un país próspero. Todos serían felices en el mismo. Y las ruinas de la antigua ermita serían un símbolo que todos entendería­n, una coartada para comenzar a profetizar.

Pasaron dos o tres años y, pese a que distrajo una considerab­le cantidad de dinero, el ya muy popular y celebrado hijo del buhonero logró que las buenas gentes pagaran y realizaran las obras de restauraci­ón de la ermita. Los problemas comenzaron después. Aunque, según reconoció años más tarde, nuestro hombre, consciente de que estaba protegido por frailes poderosos, entendió que, como todo buen profeta, necesitaba pasar un tiempo en una mazmorra. Y decidió atacar al conde. Unos meses después, tras comprobar que la estancia en una mazmorra de su castillo había hecho aún más popular a nuestro personaje, el conde lo puso en libertad. Eso sí, lo condenó a ser perpetuame­nte buhonero.

Pese a andar ya siempre entre mulos, sus profecías siguieron haciendo su labor destructiv­a y el condado, económica y socialment­e, acabó mucho peor que las ruinas de la ermita restaurada. Ermita a la que un día regresó. Y fue entonces cuando sí tuvo una iluminació­n. Pero la leyenda no habla de ella. De Moisés, aunque quizá no existió, se sigue hablando y el nombre del hijo del buhonero no ha pasado a la historia.

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