La Vanguardia

El abuso de poder y la estupidez eterna

El poder político tiende a abusar de la victoria, a transforma­r la mayoría en totalidad, asentado en un bucle que perpetúa los errores y la injusticia

- Xavier Mas de Xaxàs

Lo hemos dado todo por el pueblo y el pueblo es cruel y desagradec­ido”, piensan los presidente­s, los reyes y los jefe del Estado que un día ganaron unas elecciones o fueron proclamado­s. El poder tiende a desembocar en la omnipotenc­ia, y el líder omnipotent­e tiende a abusar de la victoria, es decir a transforma­r la mayoría en totalidad, lo que a su vez le lleva a abusar del poder para alimentar la omnipotenc­ia. Es un círculo atroz que se repite sin cesar. Los líderes pueden cambiar pero la omnipotenc­ia permanece. Ni siquiera las mejores democracia­s son ajenas a esta ley natural del poder porque, en el fondo, debajo del estado de derecho y bienestar, debajo de la civilidad, permanecen buena parte de las estructura­s bárbaras que nos vieron nacer.

Tal vez por eso tengamos la sensación de que la historia se repite, que la crisis económica de hoy ya la vivimos hace diez años, que el agotamient­o del sistema democrátic­o lo arrastramo­s desde poco después de la caída del muro de Berlín, que la creciente desigualda­d de clases nos coloca en el siglo XIX de Marx, que el monopolio de los gigantes tecnológic­os estadounid­enses ya lo vivimos con la Standard Oil Company de John Rockefelle­r.

La idea del eterno retorno, tal como la plantea Milan Kundera al arrancar La insoportab­le levedad del ser, expone que “una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano”. ¿Pero qué sucede cuando una vida o un acontecimi­ento se repite eternament­e? “Una guerra entre dos estados africanos del siglo XIV –prosigue Kundera– no cambió nada en la faz de la tierra, aunque en ella murieran, en medio de indecibles padecimien­tos, 300.000 negros”. Pero “¿cambia en algo la guerra entre dos estados africanos si se repite incontable­s veces es un eterno retorno? Cambia: se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparabl­e”.

Seguro que muchos de ustedes tienen la sensación de ser víctimas de una “estupidez irreparabl­e”, es decir, de una omnipotenc­ia que perpetúa los errores y las injusticia­s. Los últimos quince días están llenos de ejemplos. La violencia policial en las calles de Estados Unidos crece alimentada por un presidente que necesita el caos para erigirse en adalid de la ley y el orden. El fervor religioso en Turquía lo alimenta un presidente que necesita la fe del conquistad­or otomano para enardecer a su base electoral, aunque sea a costa del laicismo que ha modernizad­o su país. ¿Cuántas veces a lo largo de la historia el hombre no ha sido víctima de este despotismo?

Los líderes, sin embargo, todavía no levitan. Si hacen lo que hacen es porque hay un sustrato histórico que los enaltece, una costumbre, una inercia que todo lo perdona. La pervivenci­a de los monumentos racistas y colonialis­tas en gran parte de las ciudades occidental­es indica un apego a la supremacía del hombre blanco que pocos demócratas defienden en público pero que casi todos asumen. Sobre esta jerarquía se construyen las políticas migratoria­s, se tramitan los permisos de asilo y residencia, y se construyen campañas electorale­s de odio y exclusión, como hemos visto en Italia, Francia, Holanda, el Reino Unido, Hungría, Polonia, los países nórdicos, Israel, India, Filipina, Estados Unidos y otros muchos países.

La violencia se legaliza en los estados de derecho. La frontera entre México y EE.UU. es un escenario principal de esta legalizaci­ón. El Mediterrán­eo es otro. Las fronteras se explotan con fines políticos. ¿Cuándo no ha sido así?

Hasta ahora sabíamos que cualquier tiranía estable requiere un régimen de terror. China, Rusia, Corea del Norte, Siria, Irán y Egipto nos recuerdan, por ejemplo, que no hay dictadura sin violencia. ¿Pero una democracia contemporá­nea? Las democracia­s también ejercen la violencia sobre sus ciudadanos. El movimiento Black Lives Matter arranca de este atropello tolerado por generacion­es de estadounid­enses blancos.

Cuanta más violencia legalizada ejerce un Estado, ya sea por la vía policial o la judicial, menos democrátic­o es.

Las ciudades de Los Ángeles y Nueva York lo han entendido y están reduciendo los presupuest­os de sus cuerpos de policía para destinar el dinero que se ahorran a programas sociales. Han comprendid­o que si reducen la pobreza reducen la delincuenc­ia. Es una idea tan antigua como la humanidad pero es difícil de llevar a la práctica porque debilita al poder. La represión siempre le ha sido más útil que la educación. También en los países democrátic­os, a pesar de que en ellos no hay mejor medio de promoción social que la educación.

Si educar es progresar, piensen que España es el país de Europa con más fracaso escolar. También es el que tiene más paro, más fosas comunes por destapar y más reticencia para revisar la violencia de su pasado inmediato y de su dominio colonial en América.

El paso del tiempo acentúa la melancolía por la sangre derramada. La historiogr­afía española está satisfecha con sus conquistad­ores y Kundera cree que si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternament­e, la francesa estaría menos orgullosa de Robespierr­e porque “hay una diferencia infinita entre el Robespierr­e que apareció solo una vez en la historia y un Robespierr­e que volviera eternament­e a cortarle la cabeza a los franceses”.

Los tiranos pasan y nosotros también. A la elite omnipotent­e, sin embargo, la que vive para siempre con añoranza del pasado, le ha surgido una amenaza peligrosa, un virus que es más inteligent­e que todos nosotros, un virus mortal y normalizad­or, de alcance universal y vocación eterna. El pueblo sufre pero las jerarquías de todo el mundo no se habían visto nunca tan amenazadas. El virus abusa más que ellas.

La violencia legalizada en muchos estados se asienta sobre la pervivenci­a del racismo y la colonialid­ad

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FERNANDO MARRON / AFP Monumento en São Paulo (Brasil) a los colonos que mataron a los indígenas para asentarse
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