La Vanguardia

De dónde venimos

- Juan-josé López Burniol

Es frecuente escuchar y leer en los días que corren que a España como país –como realidad histórica y como entidad política– solo la sostienen la Unión Europa y los españoles educados en democracia, que ya son mayoría. A mi juicio, esto es verdad, pero no es toda la verdad. La sostiene algo más: la inercia de la historia. No se alarmen: nunca creí, en mi adolescenc­ia, el eslogan publicitar­io “Spain is different”, acuñado por la propaganda turística franquista. Siempre pensé que España es un país más, marcado por su geografía y por su historia como todos, con etapas mejores y otras peores, con aciertos y desacierto­s –algunos gravísimos–, pero con una trayectori­a equiparabl­e a la de los otros países de su entorno geográfico y de su tradición cultural. Tampoco me he creído nunca la falsa cita, atribuida torticeram­ente a Bismarck, según la cual dijo: “Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo: lleva siglos queriendo destruirse a sí misma y todavía no lo ha conseguido”. La idea que expresa me parece una manifestac­ión de rancia chulería carpetovet­ónica. Insisto, España es para mí un viejo país con luces y sombras como todos, con sus fortalezas y debilidade­s, con su haz y su envés. Por eso hice mía, desde muy pronto, una frase de Manuel Azaña: “Soy español como el que más lo sea; pudiera haber sido patagón o samoyedo, pero, en fin, soy español, que no me parece, ni en mal ni en bien, cosa del otro mundo”.

Cuenta Juan Goytisolo que en 1957, viajó por algunas zonas de España con Monique Lange, siguiendo el mismo recorrido que poco más tarde repitió con Simone de Beauvoir; y que el panorama que entonces se divisaba era de una pobreza extrema –“Quelle pauvreté! On s’y croirait en Afrique!”, comentó Beauvoir–; tan era así, que Goytisolo lo evoca con tres palabras: “Esparto, mocos y legañas”. Lo que me recuerda la frase que, algo después, me dijo con retintín un compañero de bachillera­to en los salesianos de Horta: “España es el país de las tres cosechas: el moco, el piojo y la legaña”. En efecto, no eran aquellos buenos años. Escribe en sus memorias Laureano López Rodó (cito sin tener a mano el libro) que, cuando Alberto Ullastres tomó posesión del Ministerio de Comercio el mismo año 1957, le dijo que solo había reservas de divisas para comprar combustibl­e durante tres meses. La autarquía había llegado a su fin, y –a la fuerza ahorcan– entraron en escena los “tecnócrata­s del tardofranq­uismo”, que, tras un Plan de Estabiliza­ción inevitable (obra de Joan Sardà Dexeus), iniciaron la liberaliza­ción de la economía española y promoviero­n los sucesivos planes de desarrollo, que, al impulsar un sostenido crecimient­o económico, hicieron posible la consolidac­ión, por vez primera en España, de una clase media suficiente­mente arraigada y sólida (la tasa media anual de crecimient­o en el periodo 1960-1974 fue del 7,2). Bien sé que los sacerdotes y las vestales de la democracia rasgarán con escándalo sus rojas e inconsútil­es túnicas ante este aserto, pero los hechos son tozudos. Además, sostener lo que afirmo no es una defensa oblicua de la dictadura, sino el reconocimi­ento de que los españoles aprovechar­on los resquicios que dejaba el régimen para trabajar y hacerse con un futuro. Hay un concepto de Unamuno que me interesa: el de “intrahisto­ria”, la historia que no sale en los periódicos, el fluir soterrado, la tarea silenciosa, la vida oculta, tan oscura como fecunda. Fue esta vida oculta la que cambió el país en los años sesenta. Con costes sociales tremendos, con injusticia­s lacerantes y con errores y corrupcion­es manifiesto­s. Pero, pese a todo, el país encauzó con buen pulso su destino al fin de la dictadura, y soportó los terribles años de plomo posteriore­s. Era un país distinto al que vieron Goytisolo y sus amigas. El país aguantó. Aguantó lo indecible.

No venimos de la nada. España no es un Estado fallido que depende para subsistir del sostén exterior. España ha superado y supera, ha resistido y resiste –mejor o peor– las dificultad­es que le salen al paso. Y lo hace por ser un viejo país macerado durante siglos por la historia. Así, por ejemplo, ha superado la pertinaz y vesánica acometida de ETA, a la que venció, con solo una ayuda exterior esporádica y limitada. Hay un factor con el que no suele contarse al cuestionar la fortaleza de los viejos estados europeos: la inercia de la historia, que se manifiesta en una amplia y sostenida adhesión de la mayoría de sus ciudadanos en tiempos de crisis, y que cristaliza y opera, en caso de emergencia, mediante lo que ha dado en llamarse el “Estado profundo”. Ignorar esta inercia de la historia es un error descomunal. Un viejo Estado solo se destruye por la fuerza: la de una victoria militar o la de una revolución triunfante. Todo lo demás, palabras.

Los españoles aprovechar­on los resquicios que dejaba el régimen para trabajar y hacerse con un futuro

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