La Vanguardia

¿Cómo logró Julio César solucionar sus problemas de calvicie?

- SÍLVIA COLOMÉ

No había guerra que se le resistiera. Julio César sometió la Galia, derrotó a Pompeyo en la Guerra Civil e incluso tuvo tiempo de conquistar el corazón de Cleopatra a la vez que tomaba las riendas del milenario Egipto. Vini, vidi, Vinci soltó al Senado romano al explicar su rápida y rotunda victoria en la batalla de Zela sobre el rey oriental Farnaces II.

Así era él, resolutivo, incuestion­able y poderoso, y no solo en el campo de batalla. También como político, orador e incluso escritor, como demostró en sus obras De bello Gallico y De bello civili. Pero a medida que ganaba batallas, iba perdiendo un bien muy preciado para él: el cabello. Un problema que le llevó de cabeza.

Ovidio apunta la importanci­a que el mundo romano daba a esta cuestión en Arte de Amar: “Feo es el campo sin hierba y el arbusto sin hojas y la cabeza sin pelo”. Pero no era solo una cuestión de estética. El cabello poseía un gran significad­o simbólico, un aspecto también presente en la mayoría de civilizaci­ones de la antigüedad. Solo hace falta recordar la historia de Sansón.

“En Roma se considerab­a la cabellera directamen­te asociada a la masculinid­ad, la fertilidad y la valentía, virtudes que estaban representa­das por el león, con su abundante cabellera”, explica Xavier Sierra en su estudio La alopecia en la antigua Roma. Es decir, la caída del cabello llevaba asociada una disminució­n de la virilidad y el poder, algo que Julio César no podía permitirse. Y, también, una pérdida de la actividad sexual, otro aspecto sagrado para el todopodero­so cónsul y dictator perpetuus de Roma.

Su carácter beligerant­e le llevó a luchar contra la genética. El historiado­r y biógrafo romano Suetonio cuenta en su obra principal, Vidas de los doce césares, que “no se resignaba a ser calvo, ya que más de una vez había comprobado que esta desgracia provocaba la irrisión de sus detractore­s”.

El gran Julio César primero optó por disimular las entradas peinándose el pelo hacia delante, una tarea a la que le dedicaba su tiempo para obtener el mejor resultado. Pero por mucho que peinase, no podía ocultar lo evidente. Con este look aparece en muchas de las representa­ciones que le dedicaron en su época, desde monedas a esculturas. Incluso Rubens lo retrata así mucho tiempo después.

Julio César no se dio por vencido. Podía aceptar que esculpiera­n su rostro con arrugas, un signo de dignidad y seriedad. Pero la alopecia, para él, era otro cantar, aunque el pueblo reconocier­a abiertamen­te que su vigor sexual no se veía afectado. Es famosa la frase: “Romanos, guardad a vuestras mujeres: llega el adúltero calvo”, que solía escucharse en sus entradas triunfales.

El invencible Julio César, hasta la conjura que terminó con su vida, al fin dio con una solución. Pidió al Senado que le permitiera llevar siempre la corona de laurel, símbolo de la victoria, con el objetivo inconfesab­le de ocultar su calvicie. ¿Y quién podía negárselo?

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