La Vanguardia

La esperanza y el silencio

- Sergi Pàmies

El efecto evocador de los olores estará vinculado para siempre a Proust. No hace falta haber leído para saber de qué hablamos cuando hablamos de su famosa magdalena. ¿Es una victoria de la literatura, de los tópicos o del infinito potencial de la memoria? En cambio no me consta que exista un referente equivalent­e a Proust en materia auditiva. En El último libro de Emma Olsen (Ed. Mar Maior), la escritora gallega Berta Dávila describe así la risa de un personaje: “Nunca escuché un ruido tan triste como aquel”. No es un detalle relevante de la novela, pero invita al lector a clasificar los ruidos. Es un juego inofensivo, que no requiere inversión, conexión o cargador. Fijarse en si un ruido es triste, aterrador o alegre tiene el aliciente de retrotraer­nos a momentos vividos y de analizar el presente con otro (iba a escribir mirada) oído.

Hay ruidos que consolidan el tópico de playa, chancleta y urbanizaci­ón. Entre los teóricamen­te alegres están el de los chapuzones en piscinas inaccesibl­es, la percusión de la pelota contra las raquetas y la mesa de ping-pong, el tapón propulsado de una botella de champán, la campanilla de una bicicleta, un huevo batido con vigor tropical o el megáfono de un vendedor de melones. Otros ruidos de verano, en cambio, no transmiten tanta alegría: la vehemencia de los que se enzarzan en una discusión sobre si el emérito Juan Carlos I es El fugitivo, Wally o Casper el fantasma, la cortadora de césped, los martillos hidráulico­s de las obras ubicuas y psicopátic­as, la abubilla (y la madre que parió la abubilla), los bajos sobresatur­ados de un coche-discoteca donde resuenan reguetones a granel, los grillos, la tabarra de los skates o las alarmas de entrada de mensajes de un iphone incontinen­te.

Aunque el viajero Sylvain Tesson, tras pasar seis meses en una cabaña en el lago Baikal, llegara a la conclusión de que “el silencio es el ruido que hace el tiempo cuando pasa”, sospecho que el verano es, en general, demasiado ruidoso. Me arriesgo a sugerir a los lectores de La Vanguardia que, si les apetece, nos envíen comentario­s sobre cuáles son los ruidos más significat­ivos y evocadores de sus veranos en particular o de su vida en general. Si no llega ningún comentario, viviré el fracaso con el fair play de quien sufre almorranas: en silencio. Y volveré al libro de Dávila: “Porque hay dos formas de saber que alguien ha perdido la esperanza o la capacidad de confiar en una idea, la primera de ellas es el exceso de ruido, la segunda es el silencio”.

Hay ruidos que consolidan el tópico de playa, chancleta

y urbanizaci­ón

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