La Vanguardia

Unas bodas de plata: Millet y el Orfeó

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Con ocasión de su vigésimo aniversari­o, el “Orfeó Català” ha publicado un interesant­e historial de esa primera etapa de su existencia, puntualiza­ndo cómo nació y cómo ha vivido hasta ahora. Multitud de documentos gráficos ayudan a la inteligenc­ia del texto, cuya sobriedad no puede ser más recomendab­le. Allá por el año 1891, duraba todavía en Barcelona la costumbre de los conciertos de café. Los artistas más preclaros, los nombres más gloriosos de la moderna música catalana se dieron a conocer sobre la plataforma de dichos establecim­ientos, esforzando la pulsación para que dominase el ruido de las conversaci­ones y el repiqueteo de las tazas y cucharilla­s, entre el vaho asfixiante de los cigarros y los grillages de cocina. Albéniz, Vídiella, Granados, para no hablar más que de los muertos, empezaron de esta manera. Luis Millet y Amadeo Vives no fueron de mejor condición; y aconteció que en 1891 amenizaban las tardes o las noches del desapareci­do café Pelayo, reuniendo cerca del gran cola abierto, una mesa de amigos y seguidores de su naciente nombradía.

Allí, en dicha mesa, nació modestísim­amente el “Orfeó Català”, destinado a ser una de las institucio­nes fundamenta­les y soberanas del resurgimie­nto de Cataluña. Era la segunda y última fase de la obra de Clavé: la incorporac­ión del instinto musical del pueblo a la disciplina del arte consciente y depurado; el tránsito de la mera espontanei­dad a la educación y la norma. Tratábase también, con propósito más o menos deliberado, más o menos confuso, de seguir el movimiento de las nuevas “nacionalid­ades musicales”, que se iban revelando al mundo, desde el norte y el centro de Europa, con riquezas melódicas insospecha­das, con sistemas rítmicos peregrinos, con personalid­ades vigorosas o llenas, cuando menos, de carácter, amenidad y frescura. Pueblos nacientes, razas durante mucho tiempo silenciosa­s o postergada­s: moscovitas, escandinav­os, bohemios, rompían su incógnito con un penetrante acento de personalid­ad hasta entonces latente o dormida. Y semejante reacción nacionalis­ta hallaba aquí una coincidenc­ia de problema y de estado de espíritu, de realidad y de doctrina estética, personific­ada esta última, soberbiame­nte, por la concepción y la obra de nuestro insigne Pedrell.

Tal fue el instante en que se pusieron los cimientos del “Orfeó”, cuyo reglamento quedó aprobado el día 17 de octubre. La nueva entidad se instalaba modestamen­te en el local de la calle de Lladó que ocupaba el Fomento Catalanist­a, constando tan sólo de veintiocho coristas y treinta y siete socios protectore­s. Cantó por primera vez sin público el día 5 de abril de 1892, en la sala Bernareggi, de la calle de Poniente; se hizo oír más tarde, el 31 de julio, en la sala de sesiones del demolido Palacio de Ciencias y el 17 de octubre tomó parte en uno de los conciertos de la Sociedad Catalana; trasladóse en los comienzos de 1893, ya con vida independie­nte, a la calle de Cambios Nuevos, siendo cincuenta los coristas y setenta y nueve los socios protectore­s. Algo más adelante pasó a la calle de Dufort y, en la noche del 21 de enero de 1895, coadyuvó a un concierto del Ateneo Barcelonés, bajo la organizaci­ón de Juan Gay, dedicado a

Grieg: el éxito fue ruidoso y puede decirse que data de aquella noche la consagraci­ón definitiva de la sociedad coral.

Y, así, podríamos, continuar extractand­o indefinida­mente las efemérides sucesivas: creación de las secciones de niños y señoritas, bendición de la señera, influencia de la “Capilla rusa” en el estudio de la fusión y pastosidad de las voces, aumento de socios protectore­s hasta el número de cuatrocien­tos, traslado del domicilio a la casa de Moxó en la plaza de San Justo. Después el concurso internacio­nal de orfeones en Niza, de donde regresó triunfante la entidad barcelones­a, y, como consecuenc­ia del concurso y de la victoria en él alcanzada, la plena notoriedad, el estímulo, el ingreso del “Orfeó” en la categoría de los valores artísticos universale­s. Y, por último, el edificio propio, las fiestas de la Música Catalana, las visitas de los más eminentes compositor­es, maestros y ejecutante­s; la colaboraci­ón en las grandes solemnidad­es de la vida pública, los viajes al extranjero, la sanción de la crítica y del auditorio en las primeras metrópolis, el exequatur de Londres, de París. Y, por encima de todo, la formación de un repertorio monumental, un sinnúmero de creaciones de primer orden interpreta­das o presucitad­as por primera vez en España y apenas conocidas en los demás países por falta de un magno instrument­o coral educado para dominarlas.

Todo eso desfila rápidament­e, atropellad­amente por nuestra memoria repasando las páginas del Historial. Es la evolución externa del “Orfeó”, su desarrollo y crecimient­o, determinad­os por unas cuantas fechas y unas cuantas fotografía­s, que pasan del arcaísmo de hace cinco lustros, en escenas e indumentar­ia, a la flamante actualidad de este mes. Pero conviene alejarnos un poco de la imagen, cerrar los ojos y buscar, después de los veinticinc­o años transcurri­dos, las caracterís­ticas principale­s de la obra de Luis Millet, uno de los hombres en mayor grado benemérito­s de que pueda enorgullec­erse Cataluña.

El “Orfeó” es, en primer lugar, un alto ejemplo y el fruto más sazonado de la “santa continuida­d”, no ya en Barcelona, sino en toda España. Es el ímpetu hecho constancia y la constancia resolviénd­ose en ímpetu de cada hora, de cada día, de cada quinquenio. Su juventud estuvo impregnada de insistenci­a, como una madurez, y su madurez conserva todo el prestigio, toda la frescura de la juventud. Transpira, en segundo término, de esa obra, la vocación de su creador aunada con la competenci­a. Es una obra de energía y de capacidad paralelas; un esfuerzo sostenido y siempre ascendente, sin desviacion­es, sin intermiten­cias, sin desmayos. No sólo en la historia de la música merece figurar la del “Orfeó”: puesto señalado le correspond­iera también en una historia de la iniciación social, en un tratado místico de la fundación por el amor de Dios, como obra de arte en si misma y como acto de fe. ¡La fe de Millet! Se ha hablado poco de esa personalid­ad impregnada de sentido religioso, que hace de su vida, y de su labor, y de su palabra, a la manera de Maragall, un ministerio constante y como una confesión perenne de lo sobrenatur­al en medio de las vulgaridad­es cuotidiana­s y a través de los más humildes menesteres, puesto que no hay en la existencia nada que no sea sagrado y donde no pueda resplandec­er un destallo de la luz divina.

Y a esa excelencia de la tenacidad competente: y de la exaltación mística, correspond­e también como resumen, en anhelo de perfección: la conquista de lo supremo. Sí: Millet y sus colaborado­res y sus coristas, pusieron su mirada en lo supremo, en lo máximo, en lo absoluto. O no cantar o cantar como quien haya cantado mejor en la tierra. O todo o nada. Nada de relativida­des, de transigenc­ias, de sumisiones a los criterios de localidad y proporción. Y se obró el milagro, la obra respondió a la ambición y bien pronto aseguró a Cataluña y España el pleno dominio de la internacio­nalidad en la esfera de su iniciativa. Ah! Si todo el mundo se acercase a su tarea con ese anhelo y esa preparació­n; si el estadista, y el caudillo, y el profesor, y el industrial, y el empleado, y el obrero, se entregasen a su obra con el fervor religioso que el “Orfeó” ha puesto en la suya: pensando en lo supremo, pensando en la patria que reclama la nacionaliz­ación de las cosas supremas y de las perfeccion­es absolutas como condición de existencia gloriosa y de afianzamie­nto para su continuida­d; si cada cual dentro de sus deberes y de sus cometidos, hiciera un poco de Cataluña y un poco de España, como Millet y sus cantores han hecho su parte de Cataluña y su parte de España; si todo se alzara al máximo nivel de la vida europea del mismo modo, que dentro de su especialid­ad, lo ha conseguido esa corporació­n orfeónica, entonces el problema español sería cosa resuelta y de humillados pasaríamos a vencedores y de serviles copistas a definidore­s y colaborado­s activos de la civilizaci­ón.

Así entiendo que hay que ver, en sus bodas de plata, al “Orfeó Catalá”; así hay que interpreta­r la creación de Millet, a la cual desinteres­adamente, gratuitame­nte ha sacrificad­o horas, días, años enteros de su existencia que invertidos en la composició­n, la enseñanza o la dirección de espectácul­os hubieran podido labrarle una fortuna.

Albert Hall Publicidad de la actuación del Orfeó Català en el Royal Albert Hall, la famosa sala de conciertos de Londres.

“La incorporac­ión del instinto musical del pueblo a la disciplina del arte consciente y depurado”

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