La Vanguardia

“Los ‘señores años setenta’, como mi padre, merecen un homenaje”

- Víctor-m. Amela

Tengo 58 años. Nací en Cádiz y vivo entre Madrid y Nueva York. Soy escritora. Estoy casada con Antonio Muñoz Molina, sumamos cuatro hijos (entre 31 y 36 años). ¿Política? Justicia social, salud pública, educación igualitari­a, feminismo y ecologismo. ¿Dios? Quiero creer y no lo consigo.

Por qué se llama Elvira? Por mi abuela materna, la buena. ¿Hubo una mala? Sagrario, la otra: seca y tacaña. Mejor Elvira que Sagrario, sí. No conocí a Elvira, de la que oí que era bondadosa y generosa. Y quise estar a la altura.

¡Los nombres influyen!

Mi padre aceptó para mí el nombre de la suegra, aunque me susurraba: “Pero tú eres inteligent­e como mi madre”.

¿Y era verdad?

Oírlo me disgustaba. Él se refería a la capacidad de superviven­cia de la abuela Sagrario.

La guerra y la posguerra, imagino...

Pasaban hambre, y mi abuela metió en un tren a mi padre, que tenía nueve años...

¿Un tren hacia dónde?

Al Madrid devastado de 1939. ¡Un niño solo, entre tanta miseria! Fue a casa de la Bestia.

¿Quién era la Bestia?

Así se refería a una tía. Le propinaba palizas.

Espantoso panorama.

Frío, hambre, golpes... y soledad: de entre cuatro hermanos, su madre eligió a Manolito para abandonarl­o.

¿Y cómo sobrevivió Manolito a eso?

A los tres meses, se escapó a Aranjuez. Le sonaba que vivían allí unos Lindo. Acertó.

¿Le acogieron?

Sí. Y de mayor fue contable en Dragados y Construcci­ones: hacían pantanos. En cada obra, tuvo un hijo. Me tocó Cádiz, a mí. Estuvimos en Málaga, Mallorca, Madrid... Y veranos en Ademuz, pueblo de mi madre.

¿Fue feliz, el señor Manuel Lindo?

Niño desamparad­o, la soledad lo desquiciab­a. Y buscó arraigo en su mujer y en crear su familia. Mi madre se plegaba, y él mandaba: así era entonces. A veces discutían...

¿Y cómo lo vivía usted?

Si estaban peleados, me sentaban entre los dos en el coche. Los cigarrillo­s de mi padre los encendía ella, y yo se los pasaba. En casa, yo le servía el coñac. “¿Puedo oler?”, pedía...

Machismo, coñac, tabaco: ¡Mad men!

Sí. Mi padre entraba en un bar y se hacía amigo de todos. Hasta el final entró en bares “señores años setenta”: ¡inauguraro­n la modernidad!

¿Les rinde usted un homenaje?

He escrito mucho de los exiliados, pero ¿y los desgraciad­os que se quedaron aquí dentro?

Propongo llamarles “insiliados”.

¡Trabajaron mucho y levantaron esta sociedad con su esfuerzo! Y a la vez decidieron salir, alternar, de día... y de noche.

Pese a Franco y a la Iglesia.

Aprendería­n de sus propios hijos a abrirse a lo nuevo, a esponjar mente y costumbres... Y todo ello a tientas, sin modelos, solos.

¡Mis respetos! ¿Y su madre?

Guapa y digna, parecía depender de él... y en realidad era al revés. Tuvo cuatro hijos, yo fui la pequeña. Y eso me formó.

¿En qué sentido?

Los protagonis­tas eran los padres, y los hijos espabilába­mos, debíamos acordar, ceder, jugar, hallar nuestro lugar... Hoy el niño es el protagonis­ta, los padres se desviven para que esté contento... ¡Y esto yo lo veo muy insano!

Antes era como usted lo describe, sí.

Hasta que a mi madre la operaron, en 1972, a corazón abierto. Yo tenía diez años. Y eso me hizo adulta de golpe.

No me extraña.

El costurón en el pecho... impresiona­nte. Fue traumático, entendí la dureza de la vida. La cuidé. Sobrevivió todavía seis años.

¿Qué tipo de niña fue usted?

Creé mis juegos solitarios, con muñecas, con cuadernos, escribía mis cuentos... Desde entonces, ¡para mí escribir es jugar!

¿El trauma la hizo escritora?

“Mi madre ha tenido el corazón fuera del cuerpo”, contaba yo a mis amiguitas, y era verdad: me miraban boquiabier­tas, y atrapar su atención me proporcion­aba gran placer.

¿Y después de muerta su madre...?

Veía a mi padre esperar mi llegada, en un banco de la plaza. Él tenía miedo a subir a casa solo. Y yo también. Y subíamos juntos...

¿Qué temían?

Él, a la soledad y a que el fantasma de ella le reprochase desidias. Yo, a haberle fallado.

¿Qué aprendió usted de un padre que hacía pantanos?

¡Y el pirulí de Torrespaña! Él lo señalaba, y lo decía con orgullo. Pero más alardeaba de no haber robado ni un duro, pudiendo: era auditor, y veló para coartar corruptela­s.

¡Contra la corrupción, Manuel Lindo!

Su orgullo era haber prosperado siendo honrado. Y nos hacía agradecer el agua del grifo: sabía de las muchas vidas de obreros que había costado, en las obras de pantanos.

Pantanos de Franco.

Franco aplicó el plan previament­e diseñado por la República.

Si le preguntan de dónde es usted, ¿qué responde?

De tantos sitios... y adolescent­e del barrio de Moratalaz, y lo digo con orgullo.

Y viviendo en Nueva York a menudo.

Hay allí la misma gente de barrio, y en las vidas de barrio encuentro el pálpito de la literatura: viven ahí los anhelos, los sueños, las personas con sus aspiracion­es.

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