La Vanguardia

Mohamed bin Salman

Príncipe heredero saudí

- Plàcid Garcia-planas

La ONU ha denunciado otro bombardeo que ha costado la vida a civiles, entre ellos siete niños, en Yemen. Las matanzas no han cesado desde que en marzo del 2015 Arabia Saudí se lanzó a la guerra bajo la dirección de Bin Salman.

El título del libro me lanzó del átomo a las estrellas: Idea del Universo. Lo encontré un día por casa. Editado en el año 1875, era un pequeño libro escolar de mi bisabuelo y me cautivó uno de sus capítulos: “De la cámara oscura y del ojo”.

Aquellas páginas hablaban del misterio de la fotografía, un invento que seguía sorprendie­ndo, y desprendía­n un aire de escuela Hogwarts de Magia y Hechicería: “¿Pero cómo puede producir la luz todas estas medias tintas tan delicadas e imprimir rasgos tan finos que solo el microscopi­o puede producir? Lo ignoramos. La ciencia hace el cuadro pero no lo explica”.

Esto es lo que le explicaban a mi bisabuelo cuando tenía trece años: la luz es enigmática. La máquina de fotografia­r –¡clic!– como una varita mágica.

Aquel libro, impreso en la calle Ave María de Madrid, veía “la potente y pródiga mano de Dios” en la incógnita de la fotografía. Y enseñaba que “el arte no iguala jamás a la naturaleza, pero encarga tú a la naturaleza que se pinte a si misma y obtendrás una obra maestra”.

El hechizo no encantó a mi bisabuelo. En 1885, con veintidós años y cruzando París camino de Dresde, se compró una máquina de fotografia­r. Pero nunca la disparó. Nunca encargó a la naturaleza que se pintara a sí misma. Ya se encargaría él, de pintarla: ansiaba ser artista y lo que le atraía de Dresde era la Madonna Sixtina de Rafael, no el stage industrial que le tenían preparado.

Ya en el siglo XX, intentó enseñar a pintar a una de sus hijas, mi abuela. Pero la niña pasó mucho de pintar la naturaleza con pinceles. A ella, desde que a los trece años le regalaron una cámara, lo que le iba era encargar a la naturaleza que se pintara a si misma: fotografia­r.

Se la regalaron en verano de 1917 y era la cámara fotográfic­a más ligera del mercado, la preferida por los soldados aliados para llevarse a las trincheras. Una Vest Pocket Kodak.

Durante su adolescenc­ia, con esa cámara y una intuición estética sorprenden­te para su edad, captaría las imágenes del mundo burgués que la arropaba: baños de mar en Biarritz, vuelos en aeroplano sobre Alicante o carreras de bólidos en el autódromo de Terramar. Pero no solo eso. También captaría –con sus amiguitos– el lado inquietant­e de la existencia: delirantes imágenes de humor negro y absurdo, muy de Sabadell, del Sabadell que ya no existe, también sorprenden­tes en una adolescent­e.

La fotografía de una niña mirando fijamente a la cámara mientras estrangula a un niño, con la órbita de sus ojos asesinos atravesand­o a la retratista mientras la lengua de su víctima se sale de la boca. Todo enmarcado por las sombras de un bosque. Podría ser el fotograma de una película de Friedrich Wilhelm Murnau. Un destello expresioni­sta alemán, una sinfonía del horror con el angustioso rostro de Nosferatu a punto de aparecer por el borde de la imagen.

En otra fotografía –mi abuela decidía la escena y colocaba la cámara: habría sido una gran instagrame­r– es ella la que con un puñal imaginado y extremo placer mata a otra niña. O cuando retrata a un amigo en la playa –el hermano del poeta Joan Oliver– con el pelo erizado: quizá la primera fotografía punk de la historia. En otro disparo, esta vez estereoscó­pico, escenifica el dolor de la modernidad: una chica atropellad­a por un automóvil. Cuando se observa en tres dimensione­s, el cuello de la atropellad­a se hunde en el neumático del coche.

Pura alquimia: ella misma se revelaba los carretes en una habitación oscura. El país de las maravillas en su pequeña Kodak, la marca que empujó al mundo a retratarse a si mismo. Un gigante químico derrotado por el tsunami digital: uno de sus propios ingenieros inventó en 1975 la cámara digital y en Kodak pasaron de él. Un mamut resucitado ahora por Trump para combatir la pandemia.

El presidente del tupé sorprendió la semana pasada al anunciar desde la Casa

Blanca un préstamo público de 650 millones de euros para que Kodak fabrique medicament­os para la América del coronaviru­s. Kodak tiene experienci­a en química fotográfic­a, no en química farmacéuti­ca, pero sus acciones se dispararon hasta la estratosfe­ra en un incierto experiment­o: la autoridad competente investiga ahora si alguien se forró comprando acciones mientras a puerta cerrada negociaban el préstamo. Preguntado el miércoles sobre estas sospechas, Trump se escabulló como un niño: “Yo no he estado involucrad­o en las negociacio­nes con Kodak”.

Imagino a mi abuela de niña con su Kodak y me pregunto cómo habría escenifica­do y fotografia­do a Trump estrangulá­ndose a él mismo: la naturaleza pintándose a si misma.

Cuando en 1956 se coló en la Casa Blanca aprovechan­do una recepción, mi abuela ya no era adolescent­e. Se acercó a Dwight D. Eisenhower y lo retrató elegante, de pie, con una mano en el bolsillo. Ni se le pasó por la cabeza pedir a la aviadora que iba con ella que simulara estrangula­r al presidente... ¿O sí?

Pura alquimia: Trump, con su incierta varita, resucita al mítico fabricante de cámaras y carretes

para que fabrique pastillas contra la pandemia

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ANITA FIGUERAS ¿Fotograma de un filme expresioni­sta de Friedrich W. Murnau? No. Niños catalanes fotografiá­ndose con una Kodak en 1919
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