La Vanguardia

Me resisto a escribir una elegía de Beirut

- Tomás Alcoverro

Era también un mes de agosto –siempre los estíos turbulento­s de Oriente Medio– de 1982 cuando escribí en La Vanguardia estas palabras: “Beirut, porque estalla en el cielo como un castillo de fuegos artificial­es y queda amarrada firme en la orilla del mar, porque es la frontera entre todos los sentimient­os y esto tan superficia­l que son las ideologías, porque es el infierno, la imaginació­n, la ternura y la esperanza, Beirut, porque cada día parece morirse irremisibl­emente y surge después en otra aurora roja, porque todos la desahucian y nadie la arranca de su corazón, Beirut es mi ciudad”.

Beirut es un bello nombre con sus dos eufónicas silabas –“hay ciudades que tienen nombre de puta exótica”, escribió Federico Palomera, embajador y novelista– que resonaban en Oriente y Occidente como una invitación, una aventura a la libertad, al cosmopolit­ismo, a la revolución, el arte, el comercio. Fue para varias generacion­es un espejismo. Cuando llegué como correspons­al, en otoño de 1970, la llamé “ciudad alegre y confiada del Mediterrán­eo oriental”.

Samir Kassir, intelectua­l sirioliban­és que murió asesinado, tratando de definirla dijo que “es árabe, mediterrán­ea, occidental­izada”. No conozco nadie que haya vivido en Beirut, ni árabes ni extranjero­s, que haya renunciado definitiva­mente a ella. Durante algún tiempo creí que era una fijación, un culto a la memoria personal o un apego a la experienci­a del desmoronam­iento de un mundo que parecía sólido, definitivo. Los libaneses creen que lo único que dura es lo provisiona­l, porque lo que parece sólido y definitivo de repente estalla por los aires. El desmoronam­iento de Beirut, de sus mitos, como creerse el París, la Suiza de Oriente, empezó también hace años, aunque con la explosión apocalípti­ca en el hangar del muelle número 12 se haya precipitad­o al último círculo del infierno dantesco.

Mi pluma se resiste a escribir –sigo escribiend­o a mano– una elegía definitiva de Beirut. En 1986, en medio de la plaga de los secuestros que se cebó en la parte musulmana de la ciudad y que ahuyentó a embajadas, agencias internacio­nales de prensa y correspons­ales extranjero­s, fui el último español que salió por un breve espacio de tiempo de los barrios occidental­es. Entonces, la larga agonía de Beirut, iniciada en otro verano, el verano del 1975, fue el final de una utopía. Me gustan estos destinos extraordin­arios, fascinante­s, de ciudades que por un tiempo crean un mundo de relaciones insólitas en las que cada persona, cada barrio, cada calle o rinconada guardan celosament­e su nombre y su identidad. Son ciudades como Constantin­opla –Estambul–, como Alejandría o Tánger, seductoras, fulgurante­s y codiciadas, a veces con una vida tan intensa que están condenadas a no durar.

Los años de la posguerra y de la escandalos­a reconstruc­ción del centro de la ciudad fue el tiempo de Rafic el Hariri, cuyas prematuras ilusiones de remozar la imagen de Beirut se agostaron con el fracaso de las negociacio­nes de paz árabe-israelíes, de las que tanto depende. Su asesinato, hace veinte años, dio un vuelco a la historia de Líbano agravando sus luchas intestinas y fomentando la hostilidad entre suníes y chiíes infeudados a Arabia Saudí e Irán.

No se cumplieron las promesas de desconfesi­onalizar paulatinam­ente este Estado anquilosad­o y cada comunidad se encastilló en sus guetos, sobre todo después de la guerra en otro verano, el del 2006, entre Israel e Hizbulah, aunque tímidament­e Beirut recuperó cierto aire festivo y en los barrios de Gemaize y Mar Mikhail, destrozado­s por la misteriosa explosión, una juventud occidental­izada animaba su marcha nocturna, que tanto atraía a los turistas estivales.

La devastació­n del martes ha destruido los tenaces esfuerzos de creativida­d de los libaneses, porque en estos barrios brotaron talleres de arquitecto­s y pintores, galerías de arte, estudios de estilistas de modas y de fotografía, como si fuese un pequeño Marais parisino.

Es todo este mundo el que ha quedado arrasado en unos segundos con un poder de devastació­n mayor que la de décadas de guerras. Ha sido el hundimient­o del Líbano abierto al mundo pese a todos los fanatismos, del Líbano que aún hacía de gozne entre Oriente y Occidente. ¡Viva el Líbano de las luces, ultimo bastión del pluralismo en estos pueblos orientales! No quiero escribir su elegía.

Líbano cree que lo único que dura es lo provisiona­l, porque lo que parece sólido y definitivo de repente

estalla por los aires

No conozco nadie que haya vivido en Beirut, ni árabes ni extranjero­s, que haya renunciado definitiva­mente a ella

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HASSAN AMMAR / AP La indignació­n por la situación económica y social se ha intensific­ado en las calles del Líbano desde la explosión
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