La Vanguardia

Un corazón salvaje

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Mientras los poetas de la corte napolitana de Alfonso el Magnánimo escriben canciones delicadas, Ausiàs March vigila, por encargo del rey, la crianza de los halcones de caza en los humedales de la albufera de Valencia. Según escribe la reina María al alcalde valenciano, Joanet, hijo de notario, vive en casa de Ausiàs con otros jóvenes en “vía de perdición”. March es un ínfimo señor feudal, pero exige el derecho a sentenciar a la horca. Manda que corten la mano de un ladrón y reclama la casucha de barro de un feudatario morisco que acaba de fallecer. Por la noche, en la soledad del escritorio, recorre su alma desgarrada entre el deseo de la carne y los deberes del espíritu. No se acuerda de la viuda del morisco, a quien ha expulsado de la casucha.

Este feudal taciturno y minucioso escribe unos formidable­s versos crispados. Los más sobrecoged­ores que se escriben en Europa. Versos de un alma sucia que desea limpiarse, de un corazón obsceno que se revuelve puritano.

Ausiàs se anticipó algunos siglos al romanticis­mo. Parece desgarrado y sincero, pero quizás es engañoso y teatral. Se quema en invierno y en verano tirita. Cuando se siente amado, el resto del mundo le estorba. Pero, generalmen­te, en manos de una mujer, es un enfermo al que el médico deja morir en olvido. Está llegando un temporal, pero su nave no busca un puerto seguro. A veces, doblemente enamorado, es un famélico indeciso ante dos frutas o un mar embravecid­o por dos vientos. El amor le convierte en aquel sentenciad­o que, resignándo­se ya a la condena de muerte, es perdonado hoy y, al día siguiente, es ejecutado. El pensamient­o no cesa de roer su ánimo con reproches pero, cuando le concede algún placer, se parece a aquella madre que, si el hijo le pide un veneno lloriquean­do, no sabe, insensata, contradeci­rle.

A Ausiàs, un gusano le corroe el pensamient­o mientras otro le carcome el corazón: y nunca descansan. Cuando la gente celebra fiestas y torneos, busca la compañía de las almas condenadas. En pleno invierno, cuando todo el mundo se abriga, camina descalzo sobre la nieve: la voz de la muerte es melodiosa. Pensamos en la carta de la reina María cuando dice que su corazón se parece al niño que busca la ambigua protección de un señor poco honorable, que lo caliente en invierno y lo refresque en verano, sabiendo que no podrá escapar de tal mediocrida­d.

Antes que ningún otro, Ausiàs sabe que la poesía no es un inventario de piedras preciosas, ni una exposición floral, sino una excavadora en un corazón salvaje.

Un alma sucia que desea limpiarse, un corazón obsceno que se revuelve puritano

Antoni Puigverd

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