La Vanguardia

De los 5,5 millones de viajeros a un silencio sepulcral

- Vilobí d’onyar SÍLVIA OLLER

Solo los mensajes por megafonía instando a los pocos viajeros que mantengan la distancia de seguridad y las medidas de higiene rompen el silencio casi sepulcral en el que está inmerso el aeropuerto Girona-costa Brava gran parte del día. Los decibelios suben ligerament­e cuando aterriza un vuelo y salen por la puerta de llegada unas decenas de turistas, consternad­os al ver un aeropuerto tan vacío. La mayoría de los aviones llegan y se marchan con poco pasaje, en el mejor de los casos con la mitad. “Esta semana aterrizó un avión con solo cuatro pasajeros”, explica un trabajador que vive con incertidum­bre la escasa actividad de un aeródromo que en el 2008 alcanzó la cifra récord de 5,51 millones de viajeros. El 2019 fueron 1,9. Pero el aeropuerto gerundense, aspirante a ser la cuarta pista de El Prat, hace años que se ha convertido un aeródromo estacional: la actividad se disparaba en verano mientras que en invierno entraba de nuevo en depresión. “Esto es peor que un invierno malo”, explica una empleada. La Covid-19 ha reducido a menos de la mitad los vuelos de este verano. De las 48 rutas de hace un año a 22, la mayoría de Ryanair, compañía hegemónica.

La escasa actividad repercute en todos los servicios. Estos días se ven escenas de autobuses que se dirigen

a Barcelona con un solo pasajero o los 33 mostradore­s de facturació­n vacíos. Las demandas diarias de informació­n turística han caído un 80% y el parking, con capacidad para 3.500 vehículos, tiene 100 coches aparcados. Los taxistas son un buen barómetro para medir el descenso. “En doce horas he hecho un viaje a Lloret de Mar. Hace un año, por estas fechas, realizaba entre 15 y 20 viajes al día” explica un chófer.

Los pocos turistas que llegan lo hacen sin dudas, a pesar de las peticiones de sus gobiernos de no viajar a Catalunya. Las holandesas Michelle y Ronia estarán una semana en un camping de Calonge y a su regreso deberán hacer una cuarentena de 14 días. “No es problema, ¡al menos habremos hecho vacaciones!”, explican mientras saborean un tentempié de una máquina expendedor­a. Si quieren comer es el único servicio que tienen. Los dos bares de la zona pública están cerrados y en penumbra. Sentado en la terminal está el mexicano Alejandro Monroy, estudiante de Erasmus en la UDG. Prefirió hacer el viaje en bus desde Eslovenia antes que tomar un vuelo. “Había leído en prensa internacio­nal que en Catalunya había restriccio­nes”, explica. El curso empieza en septiembre pero ha preferido llegar con tiempo.

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Actividad casi nula en los mostradore­s de facturació­n
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PERE DURAN / NORD MEDIA

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