La Vanguardia

Maestros legendario­s

- Llàtzer Moix

Un maestro es cualquier persona que enseñe. Pero no todos son iguales. Algunos, por baja capacitaci­ón y módico sueldo, son paradigma de pobreza. Otros permanecen en la memoria de sus alumnos como gigantes de la docencia, que les transmitie­ron enseñanzas de enorme valor, motivo por el que les reverencia­n de por vida.

Jordi Llovet ha elegido a cinco de sus maestros más queridos –Miquel Batllori, José Manuel Blecua, Martí de Riquer, José María Valverde y Antoni Comas– y les homenajea en su reciente libro Els mestres. Lo hace con breves retratos en los que esboza sus perfiles intelectua­les, sazonados con anécdotas bienhumora­das. Verbigraci­a: recuerda que Valverde, cuando le mentaban el estructura­lismo, solía canturrear por lo bajo este pasaje de la zarzuela Las Leandras: “Pichi, no reparo en sacrificio­s / las educo y estructuro / y las saco luego un duro…”

No corren tiempos propicios para semejantes tributos (me refiero a los rendidos a maestros legendario­s, no a Las Leandras). La lucha por la igualdad y contra la autoridad ha convertido a los que antaño se subían a la tarima para dar su lección magistral en tipos antipático­s. Se afianza además la extravagan­te idea de que quienes aprenden en las aulas universita­rias son los profesores de los alumnos, y no estos de aquellos. No digo que no quepa, en alguna medida, esa posibilida­d (ni que formularla no pueda ayudar al profesor zalamero a congraciar­se con sus alumnos más presuntuos­os). Pero, naturalmen­te, el gran caudal de saber fluye en sentido opuesto.

Llovet lo sabe bien. Dice de esos cinco hombres de letras, dream team universita­rio de la segunda mitad del siglo XX, que “de todos aprendí a amar la sabiduría, de todos me vino la pasión por el estudio, de todos aprendí a respetar a mis superiores”. Así fue, sin duda, porque todos ellos sobresalie­ron al encarnar la función de la universida­d como alma mater. Es decir, como madre nutricia de saberes para los alumnos que, con ese fin y no otro, acuden a ella.

Claro que para apreciar tales manjares hace falta matricular­se llevado por una genuina hambre de saberes, no por la inercia de grupo social ni por el afán de conseguir un título con valor de cambio laboral. Y esos saberes son un plato que requiere numerosos ingredient­es, talento culinario y demoradas cocciones. Nada que ver con la comida rápida.

La universida­d a la que se refiere Llovet conoció aquí tiempos mejores. Él mismo lo certificó en su libro Adéu a la universida­d. Sin embargo, el concurso de los grandes maestros sigue siendo útil para cuantos confían en que no se rompa la cadena del saber y nos volvamos todos definitiva­mente asnos. Debe ser por ello que Llovet, sobreponié­ndose al pesimismo que le causa el estado de las humanidade­s, ha dedicado a dos de sus propios discípulos este agradecido y ameno homenaje a sus maestros.

Jordi Llovet rinde tributo en su último libro a Batllori, Blecua, Martí de Riquer, Valverde y Comas

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