Reflexiones en tiempo del virus
La crisis que estamos viviendo, a causa de la pandemia y sus consecuencias, lleva a reflexionar sobre nuestra manera de vivir y el funcionamiento de la sociedad. En un artículo anterior, decíamos que hace falta anteponer dos actitudes esenciales: la humildad delante de lo que consideramos como Creación –tanto el latido de la humanidad como el de una naturaleza agredida– y una esperanza activa y serena en la fraternidad humana como criaturas de Dios.
Desde esta doble perspectiva, y pensando a largo plazo en una humanidad que pueda responder a retos graves como los de ahora que aparecerán en el futuro, hay que pasar de una sociedad fundamentada en el paradigma de la competencia capitalista y la confrontación entre pueblos y culturas a la cooperación política, social y redistributiva. En segundo lugar, hay que pasar de una globalización como la actual, que acumula poder y dinero en pocas manos, a una geolocalización que respete las identidades sociales, económicas, culturales, lingüísticas y religiosas del mundo. Hay que recuperar los valores básicos de la dignidad y la responsabilidad de la condición humana.
¿En este contexto, qué tarea tienen que desplegar los cristianos, la Iglesia? Una conferencia reciente del secretario general emérito de la Comisión Pontificia para América Latina, Guzmán Carriquiry, es lo bastante inspiradora de algunas respuestas, que formulamos a partir de su texto.
“El cambio de época” a que se ha referido reiteradamente el papa Francisco vivirá ahora una inflexión que exige ser escrupulosos con los caminos de una realidad que nos desborda. Necesitamos más centros de pensamiento que sepan detectar y convocar a los que tengan algo importante por compartir, para aportar. La Iglesia está llamada a escuchar los “signos de los tiempos”, con una escucha atenta, porque toda época de incertidumbre también tiene que ser un tiempo de discernimiento y profecía. No podemos dejar a Dios dentro de un paréntesis, al margen de la reflexión y de la acción, en lugar de buscar inspiración y energía.
La primera respuesta hace falta darla al sufrimiento provocado por la pandemia, y su signo es “el hospital de campaña”, capaz de socorrer y acoger, de convertirse en compañía y sostén en el naufragio, de dar testimonio del amor de Dios que nos llama a no abandonar al herido por la enfermedad y la necesidad.
La segunda tarea es detectar y discernir las profundas inquietudes y anhelos que están emergiendo. Nadie puede mantener anestesiado el corazón con respecto al temor a la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. La tercera tarea es la responsabilidad evangelizadora, que tiene que dinamizar y hacer interesantes y creíbles a las comunidades cristianas. El papa Francisco, en la vigilia pascual, nos decía que sin renacimiento religioso y moral no habrá una verdadera reconstrucción social.
En cuarto lugar, solo hombres y mujeres nuevos serán capaces de afrontar estos tiempos tan difíciles. Es la llamada a la conversión, al cambio de mentalidad y de vida. No podemos confiar el futuro solo a las estrategias del Estado y del mercado, por importantes que sean. Las situaciones inéditas requieren un despertar de lo humano, sostenido y potenciado por la luz y la fuerza del Espíritu Santo.
La quinta tarea que tiene que afrontar la Iglesia es una conversión pastoral y sinodal. “Gracias a Dios –dice Carriquiry–, hay muchos y buenos pastores (obispos, sacerdotes y religiosos), hombres de Dios. Pero también hay otros que el Espíritu de Dios tiene que sacudir, despabilar, liberar del escepticismo y el derrotismo, limpiar de regustos ideológicos y de mundanería espiritual, inflamarles entusiasmo...”.
Una sexta tarea es proponer nuevas estrategias educativas, económicas y sociales, nuevos modelos de desarrollo integral solidario y sostenible. La Iglesia puede ofrecer una contribución fundamental a tres niveles. Primero, una tarea capilar de reconciliación y democratización, que promueva la cultura del encuentro y el diálogo, que intervenga con su experiencia en mediaciones y negociaciones, sin abandonar la profecía de la inclusión, la paz y la justicia. En segundo lugar, una inculturación de la doctrina social de la Iglesia –con tantos aspectos estimulantes– para iluminar los desafíos y afrontar los caminos que recorrer. Y en tercer lugar, un esfuerzo para impulsar la presencia de protagonistas cristianos en todos los diálogos y caminos de reconstrucción que apunten a más justicia y pacificación, a más cohesión, inclusión y equidad social.
Y una séptima tarea, en fin, es ser un signo eficaz de la unidad y la fraternidad de los pueblos, portavoz de las angustias y las aspiraciones de la gente, en términos de una cooperación y una integración más indispensables que nunca.
La Iglesia está llamada a escuchar, porque toda época de incertidumbre también tiene que ser un tiempo de discernimiento