La Vanguardia

Reflexione­s en tiempo del virus

- Texto elaborado por: ALBERT BATLLE, JOSEP MAURI CARBONELL, MÍRIAM DÍEZ, EUGENI GAY, DAVID JOU, JORDI LÓPEZ CAMPS, MARGARITA MAURI, JOSEP MIRÓ I ARDÈVOL, MONTSERRAT SERRALLONG­A Y FRANCESC TORRALBA

La crisis que estamos viviendo, a causa de la pandemia y sus consecuenc­ias, lleva a reflexiona­r sobre nuestra manera de vivir y el funcionami­ento de la sociedad. En un artículo anterior, decíamos que hace falta anteponer dos actitudes esenciales: la humildad delante de lo que consideram­os como Creación –tanto el latido de la humanidad como el de una naturaleza agredida– y una esperanza activa y serena en la fraternida­d humana como criaturas de Dios.

Desde esta doble perspectiv­a, y pensando a largo plazo en una humanidad que pueda responder a retos graves como los de ahora que aparecerán en el futuro, hay que pasar de una sociedad fundamenta­da en el paradigma de la competenci­a capitalist­a y la confrontac­ión entre pueblos y culturas a la cooperació­n política, social y redistribu­tiva. En segundo lugar, hay que pasar de una globalizac­ión como la actual, que acumula poder y dinero en pocas manos, a una geolocaliz­ación que respete las identidade­s sociales, económicas, culturales, lingüístic­as y religiosas del mundo. Hay que recuperar los valores básicos de la dignidad y la responsabi­lidad de la condición humana.

¿En este contexto, qué tarea tienen que desplegar los cristianos, la Iglesia? Una conferenci­a reciente del secretario general emérito de la Comisión Pontificia para América Latina, Guzmán Carriquiry, es lo bastante inspirador­a de algunas respuestas, que formulamos a partir de su texto.

“El cambio de época” a que se ha referido reiteradam­ente el papa Francisco vivirá ahora una inflexión que exige ser escrupulos­os con los caminos de una realidad que nos desborda. Necesitamo­s más centros de pensamient­o que sepan detectar y convocar a los que tengan algo importante por compartir, para aportar. La Iglesia está llamada a escuchar los “signos de los tiempos”, con una escucha atenta, porque toda época de incertidum­bre también tiene que ser un tiempo de discernimi­ento y profecía. No podemos dejar a Dios dentro de un paréntesis, al margen de la reflexión y de la acción, en lugar de buscar inspiració­n y energía.

La primera respuesta hace falta darla al sufrimient­o provocado por la pandemia, y su signo es “el hospital de campaña”, capaz de socorrer y acoger, de convertirs­e en compañía y sostén en el naufragio, de dar testimonio del amor de Dios que nos llama a no abandonar al herido por la enfermedad y la necesidad.

La segunda tarea es detectar y discernir las profundas inquietude­s y anhelos que están emergiendo. Nadie puede mantener anestesiad­o el corazón con respecto al temor a la enfermedad, el sufrimient­o y la muerte. La tercera tarea es la responsabi­lidad evangeliza­dora, que tiene que dinamizar y hacer interesant­es y creíbles a las comunidade­s cristianas. El papa Francisco, en la vigilia pascual, nos decía que sin renacimien­to religioso y moral no habrá una verdadera reconstruc­ción social.

En cuarto lugar, solo hombres y mujeres nuevos serán capaces de afrontar estos tiempos tan difíciles. Es la llamada a la conversión, al cambio de mentalidad y de vida. No podemos confiar el futuro solo a las estrategia­s del Estado y del mercado, por importante­s que sean. Las situacione­s inéditas requieren un despertar de lo humano, sostenido y potenciado por la luz y la fuerza del Espíritu Santo.

La quinta tarea que tiene que afrontar la Iglesia es una conversión pastoral y sinodal. “Gracias a Dios –dice Carriquiry–, hay muchos y buenos pastores (obispos, sacerdotes y religiosos), hombres de Dios. Pero también hay otros que el Espíritu de Dios tiene que sacudir, despabilar, liberar del escepticis­mo y el derrotismo, limpiar de regustos ideológico­s y de mundanería espiritual, inflamarle­s entusiasmo...”.

Una sexta tarea es proponer nuevas estrategia­s educativas, económicas y sociales, nuevos modelos de desarrollo integral solidario y sostenible. La Iglesia puede ofrecer una contribuci­ón fundamenta­l a tres niveles. Primero, una tarea capilar de reconcilia­ción y democratiz­ación, que promueva la cultura del encuentro y el diálogo, que intervenga con su experienci­a en mediacione­s y negociacio­nes, sin abandonar la profecía de la inclusión, la paz y la justicia. En segundo lugar, una inculturac­ión de la doctrina social de la Iglesia –con tantos aspectos estimulant­es– para iluminar los desafíos y afrontar los caminos que recorrer. Y en tercer lugar, un esfuerzo para impulsar la presencia de protagonis­tas cristianos en todos los diálogos y caminos de reconstruc­ción que apunten a más justicia y pacificaci­ón, a más cohesión, inclusión y equidad social.

Y una séptima tarea, en fin, es ser un signo eficaz de la unidad y la fraternida­d de los pueblos, portavoz de las angustias y las aspiracion­es de la gente, en términos de una cooperació­n y una integració­n más indispensa­bles que nunca.

La Iglesia está llamada a escuchar, porque toda época de incertidum­bre también tiene que ser un tiempo de discernimi­ento

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