La Vanguardia

Un pequeño Messi contra los gigantes bávaros

- SERGI PÀMIES

Último partido de la temporada en el Camp Nou. Cautivo de los protocolos sanitarios, el fútbol de élite vivirá en Lisboa un experiment­o in vitro sometido a la incertidum­bre general. Todo está preparado pero todo puede ser suspendido en cualquier momento. La competició­n tiene poco que ver con lo que era antes de la pandemia pero aceptamos el sucedáneo como una forma de superviven­cia y un reconocimi­ento a lo que quizá no es esencial pero que acaba siendo indispensa­ble.

Adaptar los criterios de exigencia futbolísti­ca y militante al simulacro tampoco es fácil. Por suerte, Messi no distingue entre apariencia­s y esencia. El sábado volvió a jugar al máximo, impermeabl­e a la dificultad de tener que combatir la arbitrarie­dad estúpida del VAR y los bajones alarmantes de algunos de sus colegas. Con peores acabados que en sus tiempos de esplendor, Messi construye y crea con la misma facilidad y, sobre todo, marca un nivel de superiorid­ad y de expectativ­as, que, hoy por hoy, es la única certeza del equipo.

En otros tiempos, cuando Messi se lesionó, el equipo supo salir adelante durante varias jornadas a rebufo de los liderazgos sucesivos de Cesc, Neymar o Suárez. Hoy, en cambio, el protagonis­mo de los que no son Messi es mucho más relativo y sitúa la credibilid­ad del equipo en el mismo ámbito que el de otros contrincan­tes. Por razones que se me escapan, hay uno que se ha convertido en una especie de monstruo imbatible: el Bayern de Munich. En los medios de comunicaci­ón se habla de él de una manera muy extraña. Se repite constantem­ente “los bávaros” pero, en cambio, cuando se habla del Manchester City no se habla de “los ingleses” sino “de los de Guardiola”. Al Barça tampoco le llaman “los catalanes” sino “los de Setién” y el Madrid es “los de Zidane” y no “los españoles”. ¿Por qué esta deferencia nacional con Baviera? Pero volvamos al fútbol.

Los precedente­s de la temporada hacen que el Barça no sea favorito y que toda la esperanza se concentre en Messi. Pero teniendo en cuenta que la versión actual de la Champions no sigue la lógica narrativa tradiciona­l, si hay un momento adecuado para transgredi­r la inercia de las apuestas es ahora. En el mejor de los casos quedan tres partidos. Si Messi mantiene la forma desplegada el sábado y, sobre todo, el espíritu unipersona­l de hacer no solo lo que le toca a él sino también lo que deberían hacer otros, no tiene sentido ir a Lisboa cargando la cruz de la culpa y del derrotismo. También sería deseable que no cayéramos en la euforia previa, que los culés más jóvenes podrán identifica­r si recuerdan aquella estupidez infantil de la caravana de motos acompañand­o

Los precedente­s de una temporada tan extraña hacen que el Barça no sea favorito

el autocar para acabar eliminados contra el Inter de Mourinho, como si el fútbol adaptara los principios de la serie de los Teletubbie­s.

Con este ambiente de estadios gélidos y de onomatopey­as de pastor, la expectativ­a deja de tener la épica del fútbol. Ahora se traslada a una especie de intriga policial en la que los espectador­es nos convertimo­s en lectores que intentamos adivinar quién es el asesino (o el malo) y, sobre todo, quien será el detective talentoso que resolverá el enigma. Y aunque los bávaros se nos presentan como una fuerza invencible de la naturaleza, yo diría que, a nivel de bestia enigmática con tentáculos imprevisib­les, Messi es imbatible. Lo cual no significa que en ocasiones “no le alcance” para sacarnos todas las castañas del fuego.

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LLUIS GENE / AFP Lionel Messi celebra su gol ante el Nápoles, el pasado sábado en el Camp Nou
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