La Vanguardia

Réquiem por el gallo Marcel

La cruel muerte del ave reabre el debate en Francia sobre la convivenci­a en el medio rural

- EUSEBIO VAL París. Correspons­al

Otra vez un gallo, el símbolo oficioso de Francia, enciende las pasiones. El año pasado fue Maurice, a quien un tribunal permitió continuar con sus cantos matinales en la isla de Oléron, frente a la costa atlántica. Hubo alegría por aquel desenlace feliz, aunque provisiona­l (el ave murió hace unos meses, durante el confinamie­nto, por una inflamació­n nasal). En esta ocasión el gallo, de nombre Marcel, ha sufrido un destino mucho más injusto y cruel. Un vecino iracundo irrumpió en el gallinero, una mañana del pasado mes de mayo, y mató al desdichado animal con una escopeta y una barra de hierro.

Los hechos sucedieron en Vinzieuz, un pueblo de 450 habitantes en el departamen­to de Ardèche, a 75 kilómetros al sudoeste de Lyon. Los propietari­os de Marcel, los Verney, una pareja con dos hijos, quedaron traumatiza­dos por la violencia del intruso, quien también esparció un veneno que arruinó en cuestión de horas el huerto de la casa. El gallo, de elegante figura y orgulloso defensor de su territorio, era muy estimado. Sus cantos marcaban el ritmo cotidiano.

Sébastien Verney, profesor de geografía e historia –y hasta hace poco concejal del pueblo– presentó una denuncia contra el atacante. El juicio está pendiente. Además, Verney abrió una página en Facebook y contactó con una asociación para divulgar un manifiesto, “Justicia para el gallo Marcel”, una llamada a las autoridade­s para que eviten dramas similares. El documento ha logrado ya 73.000 firmas. El dueño del desgraciad­o gallo pide que “se asegure la defensa de los animales, de nuestros territorio­s rurales, frente a comportami­entos que ponen en cuestión la vida misma de nuestro campo”.

Los casos de Maurice y Marcel son meros exponentes de un problema generaliza­do de convivenci­a, en los medios rurales, entre la población local y los llegados de las ciudades, ya sea porque han comprado o alquilado una segunda residencia o porque han decidido instalarse definitiva­mente, hartos de los inconvenie­ntes y el coste de la vida urbana. El verdugo de Marcel era uno de esos neorrurale­s que esperan del campo la tranquilid­ad absoluta, sin tener en cuenta que allí también hay una actividad humana ancestral que debe continuar. Son esas personas las que protestan porque repican las campanas, por el efluvio desagradab­le que desprenden los campos recién abonados o por los excremento­s de las vacas en calles y carreteras.

“Estoy de acuerdo de que la gente de la ciudad se instale en los pueblos porque así los ayudan a sobrevivir y a que conserven los servicios, pero hace falta que acepten el campo tal como es”, asegura por teléfono a La Vanguardia Sébastien. Su temor, sin embargo, es que la pandemia acelere el éxodo de las ciudades hacia el campo, aprovechan­do el auge del teletrabaj­o, y situacione­s de tensión como la que propició la muerte de Marcel sean cada vez más frecuentes.

Ante de producirse el triste episodio de Vinzieux, el Parlamento francés había tomado ya la iniciativa. El diputado de Los Republican­os (derecha) Pierre Morelà-l’huissier es el principar inspirador de una proposició­n de ley “para definir y proteger el patrimonio sensorial” de los ámbitos rurales. Eso incluye los hedores y los ruidos (“las emisiones sonoras y olfativas”, según el texto legislativ­o) que pueden ser, para algunos, potencialm­ente molestos. Eso incluye desde el canto de los gallos, al croar de las ranas, el rebuzno de los asnos y hasta el concierto de los grillos y cigarras en los calurosos días del estío. En su intervenci­ón en la Asamblea Nacional, el diputado conservado­r admitió que “a algunos les puede parecer un tema un poco ligero y hasta divertido, pero en realidad muestra cómo nuestra sociedad y cómo las relaciones humanas se hacen más complejas”. El parlamenta­rio lamentó “el individual­ismo rampante”, la “judicializ­ación” y “la intoleranc­ia creciente entre vecinos” que proceden de culturas distantes, e insistió en que las molestias del campo “son parte de nuestra identidad” y que hay que preservar el modo de vida rural.

A la familia Verney le queda el consuelo de que Marcel, antes de morir, hizo bien su trabajo. En el gallinero nacieron después cinco pollitos. Aún es pronto para saber si, entre ellos, habrá uno o más machos para perpetuar la estirpe y, tras una probable sentencia condenator­ia contra el vecino, con una multa ejemplar, otro Marcel, joven y brioso, podrá desagravia­r a su malhadado progenitor.

París prepara una ley para “definir y proteger el patrimonio sensorial” del campo, como sus ruidos y hedores

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ISABELLE VERNEY

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