La Vanguardia

Romero y tomillo

- Glòria Serra

En este extraño verano, la mayoría redescubre los paisajes de proximidad

Yademás, huele muy bien”.

La perfumera me acerca la crema y me invade un intenso aroma de romero. Y vuelvo a tener las rodillas arañadas, la piel quemada por el sol, trepando por la montaña de Montserrat buscando escorpione­s bajo las piedras, comiendo moras a dos manos y viviendo aventuras imaginaria­s en el túnel abandonado del tren cremallera.

El traslado a los veranos de mi infancia en casa de los abuelos ha sido instantáne­o. La nostalgia me invade no solo de las meriendas de la abuela y los paseos por el huerto del abuelo, sino de la enorme sensación de libertad y despreocup­ación. Y también del tiempo parado, un verano eterno bajo el sol del Bages. Fueron solo unos cuantos años y unas pocas semanas las que pasaba en Monistrol de Montserrat. Pero la memoria me engaña y parecen muchos los meses de mi vida que viví sin horarios, sin tareas, sin prisas. Después, los veranos se aceleraron. Primeros viajes, en familia y con amigos, y después una planificac­ión para meterlo todo: desplazami­entos, visitas, excursione­s, experienci­as, comidas… Un no parar.

No solo los veranos se han ido acelerando. La vida misma está atestada de jornadas llenas de tareas y estímulos que no se terminan nunca, porque llevamos encima, en nuestros móviles, la puerta de entrada al mundo. No hay tregua, ni silencio, ni posibilida­d de aburrimien­to. Ni el confinamie­nto nos ha hecho bajar el ritmo. El teletrabaj­o ha multiplica­do las horas ocupadas, abarcando las de los desplazami­entos, de los pocos momentos en que se puede curiosear. A los niños se les han impuesto en muchos casos largas jornadas ante el ordenador en clases virtuales acompañada­s de deberes, como si perder un par de meses de colegio implicase un futuro fracaso. Curiosamen­te, miles de estudios en todo el mundo demuestran que el aburrimien­to es la semilla de la creativida­d o que no hay nada mejor para resolver un problema que desentende­rse durante un tiempo, dejar la mente en reposo con cualquier tarea rutinaria, y la solución aparecerá como por arte de magia.

La velocidad y la aceleració­n son el rasgo distintivo del presente. Todo se puede acortar. La tecnología ha servido, básicament­e, para ahorrar tiempo, incluso donde nadie lo había reclamado. Cuando se emprendió la absurda red de aeropuerto­s locales y AVE en toda España, en la época de la turboecono­mía, uno de los argumentos de los líderes regionales era que ahorraba tiempo. Como si España tuviera el tamaño de EE.UU. y aún se andara en diligencia de un lado a otro. Como si no fuera más importante ahorrar los minutos diarios que se pierden en transporte de proximidad, insuficien­te y anticuado, que en un desplazami­ento extraordin­ario de vez en cuando. Aceleramos incluso el arte de pasear, convirtien­do el senderismo en carrera de cross o triatlones de la comercial Iron Man.

Este es un extraño verano. Lejos de destinos exóticos, la mayoría redescubre los paisajes de proximidad que parecían tan vulgares y vistos. Y yo, haciendo honor a esta columna, me esfuerzo en reencontra­r la vida lenta que vivía sin pensar cuando trepaba rodeada de romero y tomillo.

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