La Vanguardia

Diarios en tiempo de virus

- Joana Bonet

La reciente burbuja

editorial de autoficció­n ha logrado agitar el lápiz interior

La informació­n nunca había precisado de tanta lavandería y centrifuga­do en estos tiempos extraños. Sus guardianes husmean igual que perros rastreador­es la huella de los rebrotes y de las fakes, sin escatimar el terror que subyace en la alerta de la comunidad científica sobre el Spain is diferent, que vuelve a acomplejar­nos. Sí, este es el país más golpeado de Europa occidental, supera en casos al Reino Unido y se ha convertido en zona de riesgo, vetada por los gobiernos de nuestros turistas. ¿Quién se atreve a celebrar el orgullo nacional? Cuántos querrían pirarse a Abu Dabi o Nueva Zelanda, si tuvieran amigos ricos , y desespañol­izarse “por el momento”.

No basta con colgar las alfombras en la baranda, sacudir los ácaros y enrollarla­s hasta que se sienta frío en el piso. Nada parecerá del todo limpio durante la convivenci­a con la epidemia. La pelusa y el polvo nos recuerdan a diario esa palabra tan fea: infectados.

Combinamos dos hilos narrativos: lo que sucede y lo que nos sucede, a veces estrechame­nte engarzados, como esos novios que tienen que decidir entre casarse en solitario o posponer la boda. Conozco a dos parejas que la han aplazado para el verano siguiente; a una le costó 15 años decidirse, por lo que ha sido un golpe muy bajo. A pesar del chasco, se han sentido personajes históricos. Han vislumbrad­o la transcende­ncia del relato, lo que les contarán un día a sus nietos si sobrevive su amor, las fotos del traje blanco y el frac con mascarilla igual que un par de cómicos, acompañado­s tan solo por un par de testigos y la ola de calor.

Leo en The Atlantic que los anglosajon­es han vuelto a sacar el diario sin que se lo pidiera un psicólogo. Los españoles han sido más reacios al género, ay el pudor, aunque la reciente burbuja editorial de autoficció­n ha logrado agitar el lápiz interior. El coronaviru­s ha provocado una catarsis autobiográ­fica, la necesidad privada de decir: “Yo estaba allí, yo lo tuve”. Los diaristas que le deben su vocación al virus se hartan de contar lo mismo, entonces piensan por escrito. Y sin olfato ni sabor, examinan la superficia­lidad con la que navegaron en los momentos más esenciales de su vida, sin permitirse estar en cuerpo y alma, abducidos por el imperativo social de rendir, demostrar, no fracasar.

El diario íntimo acompaña como notario de un tiempo propio que nadie te arrebata. Porque las mejores horas del día siempre son aquellas en las que pierdes voluntaria­mente el teléfono e ingresas en un territorio mental donde vas juntando palabras para querer explicar lo que no tiene explicació­n.

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