La Vanguardia

El desgobiern­o de Líbano

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El primer ministro libanés, Hasan Diab, anunció ayer la dimisión del Gobierno, después de que durante el día cuatro ministros presentara­n su renuncia. Era la demostraci­ón de la fragilidad de una clase política a la que los libaneses culpan de la terrible explosión de Beirut, acusándola de corrupta, negligente e incompeten­te. La población exige no solo la dimisión del Gobierno, sino que rinda cuentas por lo sucedido.

Diab se lavó las manos de toda responsabi­lidad y acusó de la catástrofe del puerto a una clase política “que debería avergonzar­se porque su corrupción es la que nos ha llevado a este desastre y a este terremoto que ha golpeado al país”, apelando a la formación de un gobierno de salvación nacional.

El Ejecutivo seguirá ahora en funciones hasta que se forme uno nuevo, lo que puede llevar semanas de negociacio­nes debido a las divisiones entre los partidos y las fracciones confesiona­les. Y si un Gobierno con todas sus atribucion­es ya se había demostrado incapaz de gestionar la gravísima crisis económica, institucio­nal y sanitaria del país, uno interino tendrá nula capacidad. El Gobierno de Diab se había formado en enero con el apoyo de la milicia chií de Hizbulah, que actúa como un estado dentro del Estado y tiene un papel clave en la política libanesa.

Unas elecciones anticipada­s no son una de las principale­s reivindica­ciones de la calle, pues el Parlamento está controlado por las fuerzas confesiona­les tradiciona­les, que redactaron en su día una ley electoral perfectame­nte pensada para servir a sus intereses. Por tanto, el sistema político seguiría siendo el mismo, y eso es lo que no quieren los manifestan­tes que muestran su cólera en las calles y que reclaman, más que un cambio de gobierno, un cambio de régimen, de sistema político, que ponga punto final al reparto de poder en función de cuotas confesiona­les entre musulmanes y cristianos surgido tras la guerra civil.

Los libaneses exigen la renuncia de toda la clase política actual, incluido el poderoso jeque Hasan Nasralah, líder de Hizbulah. Pero la élite política controla de tal modo el poder que es difícil encontrar una figura política creíble sin conexiones con la oligarquía. Por eso las masivas protestas, que empezaron en octubre del año pasado pero que el coronaviru­s había apagado, continuará­n, como sucedió ayer en Beirut tras la dimisión del Gobierno. El domingo, la conferenci­a internacio­nal de donantes recaudó 253 millones de euros para ayuda humanitari­a urgente, no condiciona­da a reformas políticas en el país. Pero los estados contribuye­ntes no quieren dar un cheque en blanco a un gobierno dimisionar­io corrupto. Por eso las ayudas a largo plazo dependerán de los cambios que tengan lugar en el país y se entregarán directamen­te a la población libanesa. La comunidad internacio­nal, como los libaneses, tampoco confía en los gobernante­s y ha exigido una investigac­ión transparen­te sobre las causas de la catástrofe.

La protesta continuará porque los libaneses no exigen un nuevo ejecutivo sino un nuevo régimen

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