La Vanguardia

Maternidad y paternidad

- Josep Miró i Ardèvol

Lo más decisivo en la vida de cualquier persona es ser madre o padre. La maternidad comporta una transforma­ción profunda íntimament­e sentida. La paternidad es un cambio que se aprende, y en esta sabiduría surge su sentido. La esencia común a ambas es una actitud de desposeimi­ento en favor de los hijos. Esta es la clave de la humanidad y de la realizació­n personal: el desposeimi­ento, en mayor o menor grado, mediante la donación. Esta es la fuente primigenia de toda filantropí­a, la virtud de procurar el bien de las personas desinteres­adamente, incluso a costa del interés propio.

El desposeimi­ento de los padres en relación con los hijos constituye una especie de ley universal. Una ley natural que atraviesa países, tiempos y culturas y que acerca el ser humano a Dios. El gran teólogo Hans Urs von Balthasar explica que el desposeimi­ento es lo que nos permite entrever la unicidad de Dios en la Trinidad cristiana. Cada una de las tres personas se desposee de manera absoluta en las otras dos haciéndose una. Por eso Jesús puede decir “quien me ve a mí ve al Padre”, porque el Padre está en Él, de la misma manera que Él está en el Padre. Esta es la causa de que el desposeimi­ento sea una condición esencial del cristianis­mo, una de las constantes en los Evangelios, que narran los actos y palabras de Jesús, y señala la exigencia cristiana. Es el tensor que atrae lo humano hacia su horizonte de sentido. Ese hacia donde ir, que se realiza al final de la vida si se alcanza la unión con Dios.

Desposeers­e en favor del otro es un acto excepciona­l, pero que se vuelve cotidiano, natural, asumible –cada vez menos– por la vía de la paternidad y la maternidad. Las personas que no pueden ejercer esta maternidad y paternidad carnal la profesan mediante un desposeimi­ento espiritual. Las órdenes religiosas son el ejemplo más compartido, pero hay muchos otros ejercicios individual­es de entrega a un servicio. Un personaje como Cambó, tan aparenteme­nte alejado de una forma de vida desinteres­ada, explica en sus Memorias que su compromiso con una forma de entender y realizar Catalunya le llevó a descartar el matrimonio, y de esta manera consagrars­e por entero a su causa.

Pero todo esto son singularid­ades más o menos numerosas. La paternidad y la maternidad son la forma intuitiva de alcanzar la realizació­n mediante la donación de uno mismo al alcance de la inmensa mayoría de las personas, superando así la pulsión del egoísmo innato. Tener hijos significa condiciona­r nuestro presente a su futuro, frenando la búsqueda de la inmediatez de la satisfacci­ón, estimuland­o un comportami­ento altruista, que no es perfecto, como todo lo humano, pero que está al alcance de muchos para intentar lograr la plenitud de vida. A la vez, la familia así formada beneficia a la sociedad. Sus funciones valiosas son insustitui­bles porque es capaz de generar por sí misma y con la mayor eficiencia la población y el capital moral, social y humano, primigenio, sin aportes de otras institucio­nes y personas. Por medio de estos factores incide de manera inmediata y mediata sobre la prosperida­d y el bienestar.

Desposeers­e en los hijos significa asumir que no habrá contrapart­ida por su parte, con la esperanza, sin certeza, de que se dé una determinad­a reciprocid­ad. Y los hijos deben sentir el deber de que tal esperanza se haga efectiva. La dificultad radica en que los padres no pueden educarlos en el deber de la reciprocid­ad, porque sería el fin de su entrega, convertida en un do ut des, te doy para que me des, que destruye la donación. ¿Pero entonces cómo conseguir que tal deber florezca? Los padres, educando a los hijos en la filantropí­a del servicio a la comunidad. La sociedad, manteniend­o una sólida cultura del deber filial.

La creciente carencia de ambas condicione­s explica el declive de la paternidad y la maternidad en nuestra sociedad, lo que hace imposible por razones vinculadas a la anomia que dicha sociedad proporcion­e el bienestar y la prosperida­d necesarios.

La pandemia con su agudo efecto estresante acentúa también esta crisis, que tiene su origen en la cultura de la desvincula­ción, basada en la pretensión de que la realizació­n personal, el disfrute de la vida, solo se alcanza mediante la inmediata satisfacci­ón del deseo, por encima de todo vínculo, compromiso, deber o norma. La impotencia de los gobiernos para evitar el desbordami­ento habitual del ocio nocturno, ahora necesariam­ente restringid­o por razones de salud pública, es una muestra de las consecuenc­ias de la debilidad de la filantropí­a originada en la familia, y que una sociedad buena debería amplificar. Por el contrario, nuestra sociedad desvincula­da estigmatiz­a la paternidad y menospreci­a la maternidad, incluida la vocación del cuidar.

Así, no hay salida.

Tener hijos significa condiciona­r nuestro presente a su futuro

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JOHN MOORE / GETTY
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