La Vanguardia

Córner canino

- Mayka Navarro

No le digan playa cuando se trata de un cuchitril de 1.250 metros cuadrados arrinconad­os contra el último dique del extremo norte del arenal de Llevant. Suerte tienen de que el perro es un animal agradecido por naturaleza y los humanos con los que conviven aún dan gracias por la esquina autorizada en la que pueden campar con estrechece­s.

Traducidos en zancadas de mis pies la playa de perros de Barcelona son apenas 45 pasos de orilla entre el último dique y la valla que separa el espacio del resto del litoral. Un rincón ridículo para el centenar de animales de cuatro patas que se cuentan a diario para respetar el aforo. En el córner canino se han impuesto medidas de seguridad sanitaria y no puede haber menos de cuatro metros entre toallas. Una distancia que los perros se saltan cada dos por tres mientras corren de un lado para otro persiguien­do pelotas que entrados en materia ya no se sabe quién la lanzó primero.

El lunes amaneció caluroso y tapado el cielo, una combinació­n perfecta para que algunos desistiera­n de acercarse hasta la playa de perros. La escasa afluencia supuso que por primera vez en días no hizo falta hacer cola para entrar. “Esta debe de ser la cuarta vez que venimos y la primera que entramos sin tener que esperar fuera a que se vaya vaciando”. Lo cuenta Laura que con Miguel vienen a esta playa desde Badal con Simba y Maik. El segundo es un pitbull canela de orejas espigadas y apenas un año al que le gusta tanto la playa y bañarse en el mar que no llora amarrado junto a la sombrilla de la pareja, si no que grita de pena, es como si se lamentara en voz alta. Miguel intenta tranquiliz­arle. “Venga va. No puedes estar así todo el rato. Estate tranquilo. Nos está mirando toda la playa”.

Sus aullidos sonoros estremecen. Le falta meter alguna vocal y explicar a sus colegas que quiere ir al agua. “La huele. Alguna vez paseando por la Rambla, a medida que nos acercamos a Colón empieza a llorar porque se acerca el mar”.

En cambio a Tor le tienen que llevar literalmen­te en brazos hasta la orilla para mojarse ni que sean las patas. Es la primera vez en la playa de esta mezcla de pitbull y american staffordsh­ire terrier negro y sus cuarenta kilos apenas le pesan a Jonathan. Junta a Gisela viven los tres en Sabadell. “Lo descubrimo­s en una casa abandonado y le pregunté al señor. ¿Cuánto quieres por el cachorro? Me pidió 50 euros y desde entonces nos tiene locos de amor”. Los tres han llegado a Barcelona desde Sabadell. Una aventura de tren, metro y otro metro para llegar a este rincón que, como otros, esperaban más grande y mejor.

El recinto está completame­nte vallado y para acceder hay que pasar por una caseta municipal donde dos informador­es ambientale­s muy atentos comprueban con una máquina el chip de cada animal y anotan a mano en un estadillo el código postal en el que viven los recién llegados. “¿Venís muchas veces a esta playa?”, pregunta la joven para completar una segunda encuesta. La de este lunes está siendo una jornada de muchos primerizos.

Flow es una mezcla de razas entre las que se impuso el bodeguero y se hace el tonto cuando la señora con la que llegó le anima a seguirla hasta dentro del agua. Los perros no conocen de distancia de seguridad ni de espacios acondicion­ados. De repente se oyen gritar varios nombres a la vez: “¡Roko!” “¡Limón!” “¡Kiko!” “¡Pipo!” Cada uno llama a su manera a unos perros que a la carrera se han saltado el límite y corren uno detrás de otro por el tramo de orilla prohibido para ellos. Bajo una hermosa sombrilla una mujer igual de generosa mantiene el pulso y se coloca con una sola mano unas pestañas postizas. Con la otra mano aguanta el espejo y ni tiembla cuando la jauría pasa a medio metro de su toalla.

Los perros regresan juntos a su redil y cada persona regaña a su compañero canino a su manera.

Apenas hay una decena de perros en la playa después de comer y es inevitable no girar la cabeza y contemplar la escena que sucede junto a la orilla. Un hombre joven hinca su rodilla en el costado de un hermoso perro negro al que obliga a estar completame­nte estirado sobre la arena. Le ordena que se quede quieto y ante cualquier movimiento le clava los dedos en un punto que le duele. El animal obedece. El hombre siente su autoridad reconocida y lanza de nuevo la pelota al agua que el perro recoge y devuelve sumiso. Nadie dice nada. Simón, el caniche de nueve meses que me hace feliz, huye ante mi insinuació­n de entrar en el mar. Demasiado revuelto todo.

La playa de perros de Barcelona es un pequeño rincón en el que no puede haber más de cien animales

Los canes no conocen de prohibicio­nes y de vez en cuando corren tras la pelota hasta el tramo de orilla prohibido

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MONTSERRAT GIRALT Cala agarra la pelota bajo la atenta mirada de Tro, mientras Kyra se mantiene ajena al juego junto a la orilla
 ?? MONTSERRAT GIRALT ?? Tro espera la llegada de las olas junto a la orilla y la pareja con la que convive desde hace diez años
MONTSERRAT GIRALT Tro espera la llegada de las olas junto a la orilla y la pareja con la que convive desde hace diez años
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MONTSERRAT GIRALT Rollo ya disfruta del mar a sus cuatro meses
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