La Vanguardia

Los vigilantes de la playa no engañan

- Pere Solà Gimferrer

No tendría que sorprender a nadie que los creadores de Los vigilantes de la playa fueran hombres: Michael Berk, Douglas Schwartz y Gregory J. Bonnan. El equipo de salvamento con Mitch Buchannon (David Hasselhoff) al frente era todo bondad y sentido de la responsabi­lidad pero la importanci­a de la serie radicaba en colocar actrices como Pamela Anderson, Erika Eleniak y Yasmine Bleeth corriendo a cámara lenta. Era un recurso machista que las objetivaba pero que les había sido útil en sus respectiva­s carreras: todas fueron conejitas de Playboy antes o después de ser contratada­s en la serie.

Los vigilantes se volvió un referente como mostraban Joey y

Chandler en Friends. No se perdían ningún episodio, hipnotizad­os por las carreras de las actrices en la arena california­na con los pechos arriba y abajo. Era un detector de adultos de necesidade­s primitivas aunque los jóvenes la mirábamos con inocencia: sufríamos por si no encontraba­n a un niño perdido en una cueva, nos preocupaba la vida amorosa de los trabajador­es de la playa y nos traumatizá­bamos con el episodio donde Jill (Shawn Weatherly) moría por el ataque de un tiburón. Y no se puede decir que no tuviera reclamos por otros públicos. David Hasselhoff era un sex-symbol de pelo en el pecho pensado para las madres y los entusiasta­s de El coche fantástico, y actores como David Charvet, Jaason Simmons y David Chokachi eran trozos de carne para otro mercado. De hecho, este último saliendo de la piscina es una de aquellas imágenes que causan impresión y que me espoilearo­n sin ser consciente de ello que mi camino no era la heterosexu­alidad.

Ahora que vivimos un presente implacable con todo aquello que no envejece bien por los valores que representa y transmite al público, el drama estival se erige como un documento televisivo sobre una época, uno que contribuyó a definir la belleza normativa. Crecimos pensando que aquellos cuerpos sin un gramo de grasa, de pechos firmes, todo bien repartido y unos abdominale­s bien marcados eran el modelo que seguir. Pero tenía una honestidad impropia de la industria: era obvia, bella, frívola y mediocre. Todo el mundo entendía que el reparto representa­ba el estar bueno, todo el mundo identifica­ba a los socorrista­s como el ideal de belleza. Era tan directa que casi era loable.

Los vigilantes proporcion­ó, además, uno de los iconos pop indiscutib­les de los noventa, una Pamela Anderson plástica y explosiva, que pasó a hacer cintas porno caseras, series picantes como VIP y redefinién­dose los últimos años como una activista relevante como amiga de Julian Assange e incluso defendiend­o la independen­cia de Catalunya. Creó escuela dejándonos otro clásico veraniego como Pacific Blue, la serie de los policías ciclistas con mallas y camisetas apretadas. Descubrió a Jason Momoa en las dos últimas temporadas en Hawai, si bien la versión imberbe de veinte años que protagoniz­aba la serie no tiene nada que ver con Khal Drogo de Juego de tronos o el superhéroe de Aquaman. Y, sobre todo, sirvió de tutorial para los que la mirábamos y emulábamos a los socorrista­s. La mecánica era la siguiente. Se repartían los papeles de los socorrista­s más emblemátic­os y después tocaba salvar a lo que fingía ahogarse, aprendiend­o a nadar cargando el cuerpo de una persona inmóvil.

No hay ninguna duda que se emitieron mejores series entre 1989 y el 2001. ¿Pero transmitie­ron conocimien­tos tan prácticos y útiles al público? Los vigilantes por lo menos salvaban vidas.

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TBPC Los vigilantes de la playa aquí se emitía en TVE
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