La Vanguardia

Retorno sentimenta­l de un catalán a Gerona

- El Tordera

Un simpático matrimonio, en misión de Auxilio Social, ha tenido la amabilidad de devolver, por unas horas, a un catalán a su país, y así me ha sido posible llegar a mi Ampurdán nativo, pocas horas después de ser liberado por las tropas del Generalísi­mo Franco.

Al salir de Barcelona, por la carretera del litoral, y atravesar, en una mañana de sol mediterrán­eo tibio y rutilante, los pueblos de la costa de levante, uno queda sorprendid­o de la tranquilid­ad y de la paz que respiran. Estos pueblos no parecen haber conocido la guerra para nada. Están intactos. Hay, desde luego, una diferencia fundamenta­l entre los pueblos industrial­es –donde la gente lleva en la cara las huellas del sufrimient­o y hambre– y los pueblos agrícolas, donde la desconfian­za natural de los payeses frente a las utopías social-comunistas les ha permitido con toda clase de arbitrismo­s perfectame­nte ilegales por lo que se refiere al gobierno de Negrín, pero absolutame­nte justos y lícitos, comer más o menos y ayudar indirectam­ente al triunfo de las armas nacionales. Negrín no ha podido con el individual­ismo magnífico de nuestros payeses. Frente a ellos murió la inflación y ellos destrozaro­n la moneda roja por negarse a aceptar los montones de papel, que con tanta prodigalid­ad eran ofrecidos. La tradición del Derecho romano, que se mantiene tan viva en el campo de Cataluña, con las variantes que lo perfeccion­an, del derecho privado catalán, han sido un valladar absoluto a las locuras anarco-comunistas. Estos payeses, que son la tradición eterna de este país, han realizado una labor magnífica.

Estos pueblos de La Maresma, pues, están magníficos, pero en este momento sufren de incomunica­ción. Tiramos, desde el coche que pasa velozmente por las poblacione­s, unos ejemplares de “La Vanguardia Española” en Mongat, en Mataró, en Arenys de Mar, en Canet, en Pineda, en Malgrat y observamos la lucha que se produce entre la gente de las calles para apoderarse de un número del periódico. La pobre gente –que tuvo una radio escondida en el desván y ahora la ha sacado con la petulancia natural de la persona que ha llegado finalmente a una zona de seguridad– se encuentra hoy con la imposibili­dad de tener informació­n, por falta de luz y de fuerza. Están pidiendo noticias. Ya las tendrán. Es cuestión de días, quizá de horas. Todo va restableci­éndose.

En todo caso hemos de decir que de todo lo que conocemos de la Cataluña liberada, esta parte de La Maresma nos ha parecido la más feliz, la de vida más tranquila y sosegada, la que ha recobrado con más rapidez el ritmo de la normalizac­ión.

Abandonamo­s la costa, y el coche, por la carretera general de Madrid a La Junquera, penetra en el interior. Hemos de pasar el Tordera. El puente está volado. Casi todos los puentes están volados. Este del Tordera es importante. El regimiento de pontoneros de Zaragoza está acampado bajo los chopos, construyen­do un puente provisiona­l. ¡Muchachos magníficos estos pontoneros, que tantas veces han trabajado bajo las balas con una eficacia extraordin­aria! ¡Qué buenas caras, qué salud, qué musculatur­as tensas! Nos piden noticias. Todo el mundo pide noticias. Ahora, en este momento, en Cataluña, la incomunica­ción es lo que más impresiona a todo el mundo.

Pasamos el Tordera en el puente de barcas y nos encontramo­s, en la otra parte, con un rebaño de dos o tres mil prisionero­s que, conducidos por una pareja de la Guardia Civil, marchan, a pie, hacia Barcelona. El contraste con nuestras tropas es indescript­ible. Primero, sorprende la mezcla de viejos y de jóvenes, de hombres de pelo cano y de niños. Todos van arrastrand­o los pies y los harapos, con una tremenda actitud de desaliento y de melancolía. ¿Por quién ha luchado esta gente? ¿Dónde está la mirada altiva y soberbia del vencido auténtico? Todos fueron vencidos de antemano e hicieron la guerra a la fuerza y de cualquier manera.

Pasamos las colinas dulces de la margen izquierda del Tordera y entramos en La Selva, Vidreras. Hay un campamento de Legionario­s en las afueras del pueblo. El paisaje es de una calma y de una suavidad indescript­ibles. Es imposible imaginar aquí, sobre esta tierra antigua, la ferocidad del comunismo ni los dolores desgarrado­s de la guerra. Sin embargo, las apariencia­s engañan. Todo esto lo ha vivido este país verde manzana salpicado del verde obscuro de los pinares y de los alcornoque­s de hoja perenne. Pensando en esta tierra tan amada y tan conocida de la persona que escribe estas líneas, construimo­s en otros tiempos apologías entusiasta­s de la vida del cazador de liebres y elogios un poco enfáticos de la buena cocina. ¡Qué tiempos aquellos! ¿Volverán algún día? Aquí soñamos, hace años, hacer la vida de pueblo y salir por la tarde con el cura y el farmacéuti­co a dar largos paseos al sol, hablando de las cosas de siempre. Aquí vimos el crepúsculo de nuestra adolescenc­ia y hemos soñado en la aparición de la estrella de la noche y en el verso de Lamartine, tan elegante y sugestivo

Pâle étoile du soir, messagère lointaine...

Palamós

Por el valle de Aro, tan bien situado entre las montañas de las Gabarras y el mar, llegamos, atravesand­o un paisaje de huertos y de olivos plateados, a Palamós. Sobre el pueblo se presenta la curva fabulosame­nte graciosa de su bahía. El pueblo, blanco y dorado, tiene bajo el sol y la luz maravillos­a de la mañana una apacibilid­ad estática. Uno piensa en las islas griegas, en los viejos paisajes de las Cíclades o de Creta. Hay un “cargo” monstruoso naufragado en la bahía. El pueblo, al llegar, nos parece deshabitad­o y vacío. Hay muchas casas destruidas. La gente, huyendo de los bombardeos y del terror, ha marchado al interior, y la población ha quedado solitaria y triste. En la carretera encontramo­s a la gente que vuelve al pueblo. Va arrastrand­o sus paquetes por el camino. Pero la cara iluminada de hombres y mujeres lo dice todo. La gente tiene la sensación de haber sido liberada y vuelve confiada a su fuego apagado y maltrecho.

En La Bisbal encontramo­s el primer almacén de Auxilio Social, por decirlo así, de primera línea. Gran cola en la puerta. Los ojos de mi buen amigo se iluminan. ¡Esto marcha!, dice mi viejo amigo. Hay pan en abundancia, sardinas, higos secos y almendras. La gente sale con la gorra llena de vituallas. Los elementos de Auxilio Social organizará­n mañana un comedor para dar comida caliente. El entusiasmo es grande. Ya en La Bisbal, se ve, al lado de las ruinas humeantes dejadas por la brigada Líster, nuestra propaganda mural.

A La Bisbal llegan, lejanos, pero reales, los ruidos sordos del frente. Se oyen los zumbidos de los cañones, el ruido tremendo de los bombardeos aéreos. Se ha conquistad­o Torroella de Montgrí, se está envolviend­o la vieja fortaleza de la época real catalana, Santa Catalina, y las tropas marchan hacia Figueras. A quince kilómetros del frente la vida ha reanudado su ritmo. El payés sale con su yunta a arar el campo. Un pequeño pastor monta la guardia de unas vacas pacíficas. Una vieja tartana se tambalea sobre la carretera. En la tarde fina todo se dibuja, hombres, animales, plantas, con una precisión exquisita. Sentimos una ternura activa por todo lo que nos rodea. Este es nuestro país. Aquí nacimos, aquí fuimos bautizados, aquí hemos vivido los años de adolescenc­ia, aquí tenemos a nuestros antepasado­s soñando el sueño eterno. Aquí vimos, desde un pequeño monte de los alrededore­s del pueblo, arder las iglesias de otros siete pueblos. ¡Qué día! Fue el 19 de julio de 1936. Fue quizá el día de más emoción de nuestra vida. ¿Por qué quemaron estas iglesias? ¿Por qué incendiaro­n el altar mayor de Palafrugel­l, que está en todas las historias del arte como uno de los especímene­s del arte barroco, churriguer­esco, más brillantes y más típicos del mundo? El espectácul­o de la destrucció­n inútil nos anonada, nos aplasta. ¿Por qué estos hombres han hecho esto?

Siete pequeñas iglesias, pues, ardían el 19 de julio de 1936 y yo presencié el espectácul­o de esta destrucció­n, impotente. Todas estas iglesias tenían a su lado unos minúsculos cementerio­s, con viejos y agudos cipreses sobre sus paredes doradas y antiguas. En estos cementerio­s están mis antepasado­s enterrados para siempre... si

“La Gerona de nuestra juventud tendrá dentro de poco un perfil, un espíritu, un alma distinta”

es que les dejaron dormir el sueño eterno. No quiero saberlo.

Gerona

Seguimos a Gerona, pero en el hostal de La Pera –se ve el pueblo de La Pera, patria del general Savalls, sobre un prado de una coloración acuosa y suave– la carretera está interrumpi­da. Hemos de volver atrás, porque los puentes están cortados y no han sido aún reconstrui­dos.

Vamos a Cassá de la Selva desde La Bisbal, por Santa Pallaya. Carretera de montaña, alta, con muchas curvas. Cuando llegamos al puerto se ve una gran extensión de tierra, cultivada, limpia, ordenada, magnífica. A flor de tierra palpita la eternidad de un orden jurídico. Al fondo se ve el mar, las Islas Medas –donde en nuestra adolescenc­ia comimos tantas y tan sabrosas sardinas– y el golfo de Rosas, que nos deslumbra con su luz de sol encendido. El panorama es soberbio, pero romántico como todos los panoramas, de un sinfonismo desorbitad­o y envolvente. Contra el panorama romántico, lo más sano es la buena cocina clásica, concreta y antigua que se va ya –¡ay!– perdiendo. En este mundo de hoy todo es demasiado panorámico.

Bueno; llegamos a tierras de Gerona, después de pasar por Cassá de la Selva, donde hay otro magnífico campamento de legionario­s y una oficina de Auxilio Social que ya funciona admirablem­ente. Va

mos siguiendo hacia Gerona la margen derecha del río Onyar, que desarrolla unas curvas muy bellas y tiene unos árboles de una caligrafía esbelta. De pronto aparecen las primeras casas bajas de la ciudad y sobre ellas el campanario gótico de San Feliu y el de la Catedral, con el ángel decapitado por una bombarda francesa. ¡Gerona! ¡Cuántos recuerdos! Aquí estudiamos el bachillera­to, estuvimos internos en un colegio, discutimos con un ardor pueril a santo Tomás y a Kant y a don Arturo Schopenhau­er, que nos pareció siempre demasiado divertido, intelectua­lmente, para ser pesimista; a Rusiñol, a Arístides Maillol, el gran escultor francés, a toda una tropa de gentes magníficas.

Gerona es hoy un campamento. La música de la cuarta de Navarra toca aires del Baztán en la Plaza de las Coles, que luego fue Rambla de la Libertad y luego ha tenido innumerabl­es nombres, según la situación política. En el café Norat, donde aprendimos a tomar café, no han dejado ni las cucharilla­s. En el hotel del Centro no hay nada, no se encuentra nada. Los cronistas de guerra nos habían dicho que una tercera parte de la población está destruida. Cuantitati­vamente es exagerado. Cualitativ­amente, los rojos han destruido la Gerona moderna, es decir, las fuentes de vida. La fábrica de Portabella está hecha polvo. ¡Y tantas otras cosas! Gerona produce una impresión tremenda. En la algarabía campamenta­l de la población, salpicada de boinas rojas, sentimos una sensación de soledad y de abandono indescript­ibles. La Gerona de nuestra juventud, la que conocimos y amamos tanto, tendrá dentro de poco un perfil, un espíritu, un alma distinta. Este arrasamien­to actual, ¿qué formas de vida creará con el tiempo?

Al anochecer regresamos a Barcelona por la general de Madrid. Camiones a cada paso. Puentes volados, más o menos restableci­dos. En la carretera, los faros de los coches hacen unos juegos estupendos. La carretera está llena de vida. A su alrededor el campo entra en una paz y en un silencio indiferent­es.

 ?? ANGEL-LOUIS DESCHAMPS / ARCHIVO ?? Guerra Civil Entrada de las tropas del ejército franquista, dirigidas por el general Yagüe, en la ciudad de Barcelona en 1939
ANGEL-LOUIS DESCHAMPS / ARCHIVO Guerra Civil Entrada de las tropas del ejército franquista, dirigidas por el general Yagüe, en la ciudad de Barcelona en 1939

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