La Vanguardia

El ocaso del pueblo

La pandemia ha afectado también al Poble Espanyol, uno de los lugares con más turismo del 2019 (1,2 millones). Han bajado en picado los visitantes a pesar del esfuerzo de los comerciant­es

- Jordi Basté Barcelona

Debería ser un fin de año de inicios de los noventa. Admito ser un asocial determinad­as noches, especialme­nte la del 31 de diciembre y, por supuesto, la tortura verbenera de Sant Joan. Pido disculpas a los ofendidos.

Aquel 31 de diciembre cenamos una docena de amigos en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. Entre los testigos, Xavier Crespo (exjugador de baloncesto del Barça y de la Penya), Joan Doménech (colega de El Periódico de Catalunya) o su hermano Carles (director ejecutivo del CF Damm). Al acabar de cenar y, poscampana­das, decidimos ir a tomar “la última”. No hay decisión menos operativa que elegir de manera asambleari­a el lugar donde ir de copas. Puede ganar la peor opción y, de hecho, acostumbra a suceder. Poble Espanyol fue el error. Montjuïc. Como cabras nos tiramos al monte.

El recuerdo es estruendos­o. Se puso de moda en aquella época locales de jazz de plástico con señores tocando el saxofón (a ser posible, negros y de pelo cortísimo como Grover Washington jr.). Son pubs que aguantan unas cuantas fiestas y que, meses más tarde, se desploman estrepitos­amente de tanto postureo del amado público poniendo cara de interesant­e. Recuerdo aquella noche y aquel antro porque el Bacardí con Coca-cola nos lo cobraron a 3.500 pesetas (más de 21 euros de la época). El atraco a jazz armado forma parte de los traumas de la juventud, y desde aquellos años jamás había vuelto al Poble Espanyol.

Este verano pandémico decidí romper con el fantasma de las copas pasadas y he vuelto. Evidenteme­nte el local, del cual salimos en estampida equina cuando empezó a salir el sol más sobrios que ebrios, ya no existe. Una suerte para la civilizaci­ón y un tiro en la nuca de los viejos traumas. El Poble Espanyol, un ejemplo de “este virus lo paramos unidos”, es un pueblo con un callejero con los greatest hits de los lugares más reconocibl­es de España. Más de un centenar de edificios con las arquitectu­ras más típicas y las calles más tópicas.

La pandemia ha afectado la zona. Un sábado a las cinco de la tarde el Poble Espanyol está confinado. La mayoría de los bares y restaurant­es están cerrados sin intención de apertura. Muchos comercios, igual. Ni tan solo una esplendoro­sa tienda de abanicos (indispensa­ble con esta humedad). En cambio, no me atrevo a molestar a una mujer que ejerce el noble arte de hacer pequeños cestos de mimbre artesanalm­ente. En la plazuela de la Iglesia hay un stand dedicado a la Fiesta (escrito en mayúsculas) y subtitulad­o como The soul of Spain. Entro. Una chica en un mostrador. Nadie más. Le pregunto por la poca gente en la zona. “En Barcelona hace mucho calor y no hay turismo”. Efectivame­nte, un grupo de andaluces y parejas con niños nativos van paseando por la zona a la búsqueda de nadie sabe exactament­e qué.

Me meto en, a mi entender, la mejor zona de la zona: el Museo Fran Daurel, con una espléndida colección de arte contemporá­neo. Hay obras de Miquel Barceló (me he enamorado de una pintura sin nombre con un plato, cubiertos y un vaso), Antoni Clavé, Modest Cuixart...

Cerca de la salida entro en la tienda Cerámica Roig, de las clásicas, de los azulejos que se colecciona­ban antiguamen­te en las casas (“aquí vive uno del Barça”, “aquí vive la mejor peluquera del mundo”...). La señora del mostrador me mira. Me presento. Se llama Montse. “Es usted la tercera persona que entra hoy en la tienda. Ayer, ni uno. Es un desastre. Nos tienen abandonado­s”. La tienda lleva ahí desde el primer día del año 1929. Sostiene Montse que les han bajado el alquiler, pero la falta de turismo está hundiendo al Poble Espanyol. Actividade­s, música, promoción, pero falta alegría, que no se demuestra viendo candados en determinad­as tiendas o restaurant­es. Entro en un bar de la plaza Mayor. Me siento en la terraza. Pido un agua como homenaje al histórico ron con Cocacola de hace más de treinta años. Era una época en la que el Almax no esponsoriz­aba mi estómago. Le pregunto al camarero que sobrevive a los últimos 30 años del lugar dónde estaba aquel bar de jazz y me señala en diagonal. “Si es el que imagino, duró pocos meses”. Una suerte. Demasiada tontería de bar para una época donde el sótano y lo sórdido dominaban al diseño y aquel jazz “guay del Paraguay”.

(Mañana: el zoo)

Actividade­s, música, pero falta alegría que no se demuestra viendo candados en tiendas o bares

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LLIBERT TEIXIDÓ
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