La Vanguardia

Allá donde acaban los Hamptons

Estas vacaciones de proximidad han provocado que los Hamptons, y en concreto Montauk, a 190 kilómetros de Manhattan, se hayan convertido en centro de atracción masiva

- Francesc Peirón Correspons­al

Después de Montauk, la nada, solo la inmensidad atlántica. The End, que le llaman. Será esa sensación de fin del mundo lo que hace que este territorio atraiga a los adinerados y a celebridad­es. Es más que una leyenda urbana que esos afortunado­s se evitan las colas en la carretera y observan la caravana desde la comodidad del helicópter­o.

En este Fisterra del estado de Nueva York, allá donde se acaba el codiciado territorio de los Hamptons, en este lugar encontró acomodó Paul Sladkus hace ya una décadas.

Se ha pasado los últimos cuatro meses confinado en su piso de Manhattan. “Ni siquiera he visto a mis nietos”, asegura. Ahora, levantadas en parte las restriccio­nes por el coronaviru­s, disfruta de la piscina al aire libre (la interior continúa cerrada) del Montauk Manor, el histórico complejo residencia­l estilo Tudor, en el que hace años se compró un apartament­o. “Vengo de Nueva York y aquí encuentro la calma”, dice.

Sladkus ejerció durante 39 años como productor y ejecutivo televisivo en la CBS y la PBS, con 150 programas a sus espaldas, como Sonny and Cher o The Carol Burnett Show. En 1985 creó su propia compañía y desde 1998 realiza las transmisio­nes en internet de Good News, una organizaci­ón sin ánimo de lucro que difunde “buenas noticias”.

Eligió este paraje en la cima de la colina, y no a pie de playa, porque “es un lugar excepciona­l, desde el que se divisa el océano, el estanque y la bahía, con unas asombrosas puestas de sol”, remarca. Sin los agobios del tránsito de veraneante­s de ahí abajo, rodeado en la noche por las estrellas, las de la bóveda celeste y no las efímeras de la fama.

Eso que Sladkus exploró hace es hoy un descubrimi­ento para muchos en este raro verano de pandemia, en el que las vacaciones son de proximidad: a 190 kilómetros de Manhattan.

Antes de llegar a este destino se atraviesa por esas ciudades muy bien cuidadas –Southampto­n, East Hampton o Amagansett–, en las que casonas de lustre y elevados precios se atisban guarecidas detrás de la vegetación.

Pero Montauk, con su distintivo faro que mandó construir George Washington, es diferente. Da la sensación de ser un lugar a medio hacer, lo que contrasta con los coches deportivos –Ferrari, Maserati o BMW– que circulan o están aparcados en sus calles.

La gasolinera del centro parece sacada de un viejo almanaque de la década de los cincuenta.

“Todavía es un pueblo de pescadores”, recalca Sladkus.

“La ciudad no se ha transforma­do demasiado. No dejan edificar, las cadenas de comida rápida no están permitidas y solo el 20% de Montauk está ocupado. El resto es naturaleza”, subraya.

“La gran diferencia es la multitud que viene en verano. Ha cambiado, hoy la escena es más joven”, recalca. “En esencia, muchos lo han descubiert­o. Nunca había visto una limusina con gente joven como hoy en día”, indica.

El acceso a numerosas playas esta vetado a los foráneos mediante el acceso a los aparcatiem­po

mientos. Solo los vehículos con el distintivo de residentes tiene autorizaci­ón a aparcar. Así que a veces hay que emprender una caminata desde donde se estaciona el coche o darle al pedal.

Resulta fascinante como, a partir de media tarde, procesione­s de hispanos plantan sus toallas, sus sombrillas, sillas y neveras portátiles en la arena. Reuniones familiares al acabar los turnos laborales. Hay ricos y, a su vez, hispanos que trabajan para mantener esa alta calidad de vida del entorno.

Queda el recurso del litoral abierto a todos en el centro de Montauk. “Es un sitio maravillos­o, con bonitas playas y casas”, replica Sladkus para explicar la atracción que sienten los ricos. “Adicionalm­ente, hay personas con mentalidad social, que benefician a grandes causas. Parte del ADN de los Hamptons es ser caritativo y lucir bien haciéndolo”.

Sigue siendo un pueblo de pescadores, explica un veterano, al que han llegado jóvenes con limusinas

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SANTI VISALLI / GETTY The End. Muchos neoyorquin­os han descubiert­o este verano el refugio de gente adinerada con vistas al mar
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