La Vanguardia

La sangre se tiene que servir bien caliente

- Pere Solà Gimferrer

Quizá el mejor ejemplo de serie de verano sea True blood. El canal HBO la estrenó en el mes de septiembre del 2008 (o sea, que inicialmen­te era una apuesta de otoño) y el público y la crítica no sabían exactament­e qué extraer. Era de Alan Ball, el oscarizado guionista de American beauty y autor de A dos metros bajo tierra, y de él se esperaba una obra meditada, pausada, seria. Lo que proponía, en cambio, era una historia pasada de rosca sobre la América profunda y como era de complicado que la sociedad aceptara que los vampiros vivieran entre ellos, una situación posible desde que se había descubiert­o una sangre sintética que permitía que no se alimentara­n de humanos. Era como si Ball se hubiera dicho que escribiría la antítesis de lo que se esperaba de él porque también tenía derecho a divertirse y no solo a divagar sobre crisis existencia­les y el sentido de la vida y de la muerte. ¿Y por qué es la serie veraniega por antonomasi­a? Pues por su éxito repentino cuando HBO estrenó la segunda temporada un mes de junio.

El otoño es una estación complicada para la salud mental, donde la llegada del frío y la reducción de horas de luz afecta al bienestar emocional de las personas. No había el marco mental adecuado para disfrutar de un divertimen­to, sobre todo cuando el canal tenía un público predispues­to a los retos dramáticos y manduca para mencionar en el doctorado. Los programado­res vieron que poco a poco los episodios habían interesado y tomaron la decisión de no esperar doce meses y estrenar las aventuras de Sookie Stackhouse (Anna Paquin) en verano. Allí el universo literario de Charlaine Harris fluyó con un público con la neurona desconecta­da. Ya no tenía que ser trascenden­te: tenía bastante con ser calurosa, imprevisib­le, estrambóti­ca y generar conversaci­ón con su uso descarado y travieso de la violencia y de la desnudez.

La historia empezaba con Sookie, una camarera con poderes telepático­s, enamorándo­se de Bill (Stephen Moyer), un vampiro de 173 años, en un contexto donde los de su especie sufrían la xenofobia de una población no dispuesta a aceptar unos seres que antes se les habrían zampado. Al cabo de nada ya había hombres lobo, brujas, hadas en un pueblo de Bon Temps húmedo, de camiseta pegada, y de ciudadanos de cerebro de mosquito, futuros votantes de Trump. También se tiene que decir que los títulos de crédito, que mostraban muchas imágenes de la comunidad negra de Estados Unidos, parecían un cebo para que los pedantes perdieran los papeles, para poner en evidencia a los espectador­es sedientos de profundida­d en una obra de HBO. La metáfora de que los vampiros simbolizab­an el racismo era tan obvia que directamen­te estaba vacía, era una trampa.

Con el cambio de ubicación, True blood se convirtió en el fenómeno que HBO necesitaba después del fin de Los Soprano en el 2007, uno que mantuviera el canal en el mapa con cifras de espectador­es y no solo buenas críticas. Puso de manifiesto la importanci­a de saber programar, de entender las necesidade­s del espectador y cuando una obra tiene el espacio idóneo para expandirse y triunfar. ¿Y el verano no es eso, también? La capacidad de redefinirn­os, de aprovechar las vacaciones para cambiar de aires y de entorno y así sanear los pensamient­os, de quitarse los prejuicios, de adquirir perspectiv­a, de poner en práctica una nueva manera de hacer y de ser sin las miradas habituales juzgando cada movimiento. Es un entorno donde reinventar­se y como mínimo a HBO le salió bien la jugada.

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HBO. True blood tuvo siete temporadas y se pueden encontrar en HBO
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