La Vanguardia

La hora de los nietos

- Juan-josé López Burniol

Hace tiempo que divido a las generacion­es de españoles que se han sucedido a lo largo del último siglo (salvo las recientes) en tres grandes grupos: uno integrado por todos los que hicieron –o sufrieron– la Guerra Civil; otro compuesto por sus hijos, que hicieron –o presenciar­on– la transición, y un tercero nutrido por sus nietos, que está por ver lo que harán.

Los que hicieron o padecieron la Guerra Civil se encontraro­n, a su término, con un país devastado y dividido entre vencedores y vencidos. La represión fue atroz; el sufrimient­o, grande; la penuria, extrema. Pero la vida siguió en medio de la miseria. Pasaron los años y en 1959 –¡veinte años después!– llegó el punto de inflexión de la política económica con un Plan de Estabiliza­ción forzado por la crisis final de la autarquía. España experiment­ó entonces, gracias al trabajo, a la voluntad de superación y al sacrificio de sus gentes, una transforma­ción social enorme. Según la fundación Foessa, en

1970, el 6% de la población se definía como clase alta o media alta; el 49%, como clase media o media baja, y alrededor del 45% decía pertenecer a la clase baja. Había surgido la clase media. Bastantes de sus hijos accedieron a la universida­d.

Fueron mayoritari­amente los hijos de esta clase media quienes protagoniz­aron la transición política hacia la democracia: tanto los integrante­s de la oposición democrátic­a como los moderados del régimen franquista. “Llegada la hora y para salir del laberinto –escribe Tom Burns– don

Juan Carlos descartó a los tecnócrata­s y buscó a los hombres del Movimiento, que eran los adversario­s de quienes hasta entonces le habían sido más cercanos” (comenzando por López Rodó); don Juan Carlos no quiso gobernante­s en su reinado que llevasen “plomo franquista en las alas”. Así se gestó la reforma: consensuan­do la evolución y el cambio en aras de la continuida­d del Estado, que es cosa distinta del continuism­o. Los presidente­s Suárez, Calvo-sotelo y González conformaro­n esta época. En cambio, fue el presidente Aznar –pese a pertenecer también al grupo de los hijos– quien comenzó a erosionar el consenso de la transición, al optar por el enfrentami­ento con el adversario –convertido en enemigo– como forma de acción política y promover un clima de crispación de alto voltaje.

Los nietos de quienes hicieron la guerra no comenzaron bien. Alcanzaron el poder con el presidente Rodríguez Zapatero, bajo cuyo mandato –y al margen de la crisis financiera del 2008– se acentuó la erosión del consenso constituci­onal, desde una posición próxima a lo que Claudio Magris define como clericalis­mo de izquierda trufado de buenismo, tan sectario como su contrario. No hubo mejora con el presidente Rajoy, que confundió la prudencia con la inacción y practicó el escapismo al pretender que resolviese­n los jueces (cosa imposible) lo que no han sabido resolver los políticos. Y así estamos hoy: inmersos en múltiples crisis imposibles de afrontar si los nietos no recuperan y respetan el principio básico de que el interés general está por encima del particular.

Este es el panorama que tiene ante sí el presidente Sánchez y que se le mostrará con toda su crudeza el próximo otoño. Cuenta para gobernar con no pocos instrument­os y medios: el poder de la presidenci­a, un Gobierno de coalición legítimo y unos recursos considerab­les procedente­s de Europa. Es mucho, pero no suficiente. Necesita ir más allá de la coalición que le apoya, sin negarla él, y buscar el concurso –al menos para aprobar los presupuest­os y un plan de política industrial– no sólo de Ciudadanos sino también del Partido Popular, que, más allá de las trifulcas rituales con sus dirigentes, debe verse como el representa­nte de buena parte de los ciudadanos. Cuando dos están enfrentado­s, quien dispone de más poder tiene mayor responsabi­lidad para lograr un pacto. El presidente Sánchez debe buscarlo, y Pablo Casado tiene la obligación de facilitarl­o. No puede ser que la aprobación de los presupuest­os penda de un partido errático cuyo único objetivo es la secesión y cuya retórica es siempre ofensiva para España como nación y para su Estado.

Los hombres y las mujeres somos tan poca cosa que, a lo largo de la vida, tenemos escasas ocasiones de cometer grandes errores o notables aciertos. El presidente Sánchez está ante una de estas oportunida­des. A veces, cuando la lidia es ardua y peligrosa, al iniciarse el tercio de muleta y dirigirse el diestro hacia la fiera, se hace en la plaza un gran silencio. Un silencio espeso, mineral, que puede cortarse. Es la expectació­n que precede al triunfo o al fracaso. Se acerca este momento para el presidente Sánchez. Está hecho a bregar solo y ligero de equipaje. Esto puede ayudarle. Ojalá tenga el coraje preciso para hacer lo que debe. Aún es la hora de los nietos.

El presidente Sánchez debe buscar un pacto y Pablo Casado tiene la obligación de facilitarl­o

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